En el inspirador libro de entrevistas de la periodista Inés Martín Rodrigo, Una habitación compartida (Editorial Debate. Barcelona, 2020), en el que entrevista a una magnífica colección de grandes escritoras, como reza el subtítulo del libro, he encontrado una frase de Vivian Gornick que me ha hecho reflexionar y que es el motivo de este texto. (He encontrado muchas más, y creo que habrá más textos inspirados en este libro, pero por alguno he de empezar).
Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es una escritora cuyos libros se nutren de su propia vida. Su objetivo al escribir, como apunta Inés Martín Rodrigo en la brillante presentación que hace de ella, perseguía un propósito mucho mayor, y más difícil: ser testigo fiel de su propia vida. La propia Gornick, un poco más adelante, expresa que su responsabilidad es dar forma a una experiencia, no transcribirla.
Entre la ficción y la no ficción en la narrativa, a mi modo de ver, no hay más que una diferencia conceptual virtual, no real. Que el filón de donde extraigamos los materiales con los que damos forma a las historias esté basado en hechos reales o no da igual, en realidad, pues la verdad de un texto no viene marcada por su veracidad, sino por la sinceridad. Entendida esta sinceridad como la consonancia entre lo expresado y la forma en que se expresa, la falta de impostura; un concepto en el que interviene la intención de quien comunica, que ha de ser una intención de expresar su verdad personal, sin fingimiento, y quizá sin un propósito más allá de la pura expresión de dicha verdad personal.
A mi modo de ver, esta empresa encierra una dificultad superior a la de construir una historia de ficción. El apego a la realidad suele ser grande, también el prurito testimonial, respetar la importancia de nuestra versión de los hechos, la integridad de nuestras pequeñas verdades, no es algo fácil de dejar a un lado cuando escribimos.
Sin embargo, la narrativa se rige por otras leyes, como todos sabemos. Leer un texto y que suene a verdad requiere aplicarle un filtro implacable: la verosimilitud. Combinar ambos filtros —verosimilitud y verdad— es complicado.
Las personas a veces somos imprevisibles. Y digo a veces porque ya con el Big data, los algoritmos, y todo eso que se escapa de mi conocimiento parece ser que son capaces de adelantarse a nuestros deseos. Seguro que ya os ha sucedido: encontrar anuncios en vuestras redes sociales relacionados con algún aspecto que se os ha pasado por la mente, pero que aún no habíais comentado con nadie, o ni siquiera buscado en google. Pero en un texto narrativo no hay algoritmo que nos salve. El propio texto, la propia narración debe de contener todos los elementos que posibilitan al lector comprender la lógica interna de los personajes. Es esta lógica interna la que marca la pauta, la que establece la coherencia, los elementos de juicio para que sintamos una historia como verosímil.
En la realidad los hechos tienen lugar, sin más. Un vídeo es bastante para que creamos.
En la narración hemos de construir esa veracidad especial que pasa a llamarse verosimilitud. Y la construimos en movimiento, mientras la historia se desarrolla, a través de detalles, de indicios, de reacciones de los personajes que van mostrando su manera de ser, de actuar, su lógica interna: las armas que les permitirán resolver (o no) su conflicto y completar la transformación que da sentido y razón de ser a la novela.
Uno de los elementos más mágicos de esa lógica interna que no puede ser más paradójico, además, es la contradicción. En la vida real las contradicciones que detectamos en las conductas y en los discursos de la gente hacen que perdamos la confianza en ellos, que no nos fiemos. Dañan la veracidad. En una narración, por el contrario, si no incluimos contradicciones en la caracterización de nuestros personajes no nos los creeremos. Imagino que esto es porque cuando leemos buscamos espejos, necesitamos percibir alguna parte de realidad en lo narrado para que nos sintamos cómodos en ella. Para que nos creamos una narración tenemos que instalar el software que el escritor ha desarrollado en la presentación de la historia y que sea compatible con nuestro concepto de veracidad. Ni que decir tiene que el software debe funcionar bien. Pero luego la responsabilidad interpretativa será entera del lector, de su experiencia personal, de su sistema de creencias, de su curiosidad y de su capacidad de empatía.
No puede ser más escurridizo. Este pensamiento me hace explotar la cabeza. Y quizá explique esa furia por publicar tantos títulos al año, aparte de los imperativos de la sociedad de consumo. Encontrar historias, podría llamarlas ficciones, que nos expliquen el mundo y nos entretengan de esa realidad que no sé si existe, se convierte en un ansia irrefrenable, amplia como la humanidad, insaciable como el tiempo que la dilata.
Oí decir a escritor Benjamín Labatut en una entrevista algo así como que todo el mundo que camina con plena conciencia sabe que no tiene suelo debajo de los pies. La alusión a la física cuántica es clara, y en su más alto exponente se refiere incluso al suelo físico, pero me permito suavizarlo al trasladarlo a nuestra percepción de la realidad, entendida esta como las cosas que nos pasan. Solemos creer con ciega fe que nuestras interpretaciones son la verdad; si somos audaces además le pondremos el apellido «objetiva». Si encima nos apegamos a ellas estamos perdidos.
Por lo tanto, y perdónenme que camine en espiral, me resulta muy meritorio el propósito de Gornick, y de cualquiera que asuma como su cruzada convertir su experiencia vital en algo coherente que ofrecer a los demás. No deja de resultarme significativo el título de la obra más conocida de Gornick: Apegos feroces. (Sexto piso, 2017). Me gusta encontrar la palabra apego en el título, porque este es uno de los principales obstáculos para tantas cosas en la vida, y para la escritura también. Y todavía más, para la escritura cuyos materiales provienen de la vida personal. Es complicado renunciar a recuerdos que forman parte ya de quienes somos para hacer que una narración funcione, por más que resulte necesario para construir la ya mencionada verosimilitud.
La narrativa necesita apoyos más sólidos y minuciosos que la vida. Puede que la vida avance a saltos, que sea discreta por más que la vivamos con una ilusión de continuidad. El día a día está lleno de sorpresas mínimas, minúsculas epifanías que nos hacen tomar decisiones, reaccionar, conducirnos como pilotos en la niebla, pero con esa fantasía de control siempre vigente para proteger nuestra cordura.
En la narrativa escrita, en la ficción, los apoyos han de ser constantes, estratégicos, mucho más continuos. Esa es la dificultad: no tanto hacerlo, como entenderlo primero. Visualizarlo, sentirlo. Aún a riesgo de perder un poco la razón. Tal vez por eso los escritores estamos un poco locos, de puro cuerdos.
Gornick repasa la relación con su madre, las convierte a ambas en dos personajes que deambulan por un mismo escenario (Nueva York) en dos tiempos diferentes. Es un libro sobre el amor y sobre la humanidad. Un libro sobre cómo aman las mujeres. También sobre las herencias silenciosas. Funciona como una preciosa y precisa relojería. La escritura minuciosa de Gornick logra esto: hilar su experiencia concreta con la rueca del artificio y convertirla en una narración sincera. Puede que esa sinceridad, la evidencia de que detrás de esa historia del Bronx se nos está hablando de algo universal, sea la que mantiene el interés en una narración que se disfraza de local, de intrahistoria, casi de rutina. No hay grandes puntos de giro, ni tensión narrativa entendida como suspense; no hay una expectativa de desenlace como tal, aunque sí que suscita interés el logro de una vida. Si es que esto existe, si es que se puede expresar en singular. Aunque entiendo que sí, igual que decimos vida y nos referimos a una colección de elementos discretos que acostumbramos a ordenar con el criterio de la cronología.
Gornick devana su vida, la ordena con otro criterio: el de la narrativa. Y lo hace con un equilibrio difícil de conseguir: hablar de sí misma sin caer en la egolatría. Se mueve bien en la fina frontera entre el amor propio y la vanidad. Supongo que todos tenemos una vida que contar, una vida pequeña y valiosa; ni más ni menos, tan valiosa como la de cualquier otro. Saber narrarla, con dignidad y provecho para los demás, es mérito de Gornick. Así que supongo que ha cumplido con creces su propósito de dar la mejor forma posible al material escurridizo de la propia vida.
Y no me gustaría terminar esta reflexión sin agradecer la labor prescriptiva de textos como el de Martín Rodrigo, que con gusto exquisito dirigen nuestra atención hacia un excelente ramillete de autoras. Léanlas: a Inés Martín Rodrigo, a Vivian Gornick, a todas ellas.