Me llamo Lucy Barton. Elizabeth Strout

foto-lucy-barton Ed. duomo Nefelibata (Barcelona, 2016).

Me alegra ver esta novela en la lista de más vendidos, aunque me produce, lo confieso, cierta incomodidad un poco esnob. El prejuicio adquirido no sé dónde de que lo que es del gusto popular no puede ser exquisito (en lo que a cultura se refiere). Sin embargo, tiene mucho sentido. Que venda mucho, quiero decir. Todos tenemos heridas abiertas, ternuras inconfesables, una infancia que late aún. Todos repetimos lo que queremos oír. Algunos seres excepcionales incluso son capaces de dar lo que quieren recibir (y apostaría que, en ese caso, es también lo que reciben).

De eso, en mi opinión, va esta novela breve y magnífica. De un ajuste de cuentas, de una reparación, del hecho de aceptar el amor imperfecto. El que damos y el que recibimos. De las personas que nos cruzamos y que componen nuestros paisajes. De nuestros seres queridos y sus amores imperfectos. De nuestros padres, nuestros hermanos.

Quizá alguno de esos críticos varones, blancos, dirían que esta novela es una novela menor; o que carece de estilo. He oído cosas que no creeríais… aquello de que el verdadero estilo literario es aquel que usa largos periodos, proposiciones subordinadas, palabras que solo conocen los miembros de la RAE, (y puede que no todos). Os lo juro, hay quien lo dice.

Así que en efecto, Me llamo Lucy Barton no habla de los grandes temas masculinos por excelencia, y lo que cuenta lo hace con frases cortas, sencillas, y con un léxico al alcance de cualquiera. Así nunca pasará al canon (según ellos, claro está).

Entre tanto, comete el imperdonable pecado de convertirse en un best-seller, y así algunos tenemos el gran privilegio de que esta novela sensitiva y profunda caiga en nuestras manos y nos emocione, y nos haga pensar, y nos mueva a escribir. Y nos deje una huella, un cambio, un grado más de apertura en nuestro campo visual (Gracias, María Tena por la recomendación).

Cuenta la historia de Lucy Barton, una mujer que se crió en la pobreza, en la América profunda. En la pobreza física y también en la emocional. Junto a una familia deprimida, en la que la expresión de los sentimientos parecía ser un lujo fuera del alcance, pues quizá no se podían permitir nada que abriera una grieta en la piel. Lucy cae enferma y su madre, que jamás había cogido un avión, cruza el país para pasar cinco días al lado de su cama de hospital. Y a partir de este hecho, alrededor de esos cinco días de ser juntas, esa madre y esa hija, esa narradora en primera persona que es Lucy, desgranará el núcleo de su vida a través de detalles cotidianos y sencillos. Una colección de impresiones, (que se hacen más breves y agudas, conforme nos acercamos al final del texto) que, sin una trama organizada, conforma una precisa estampa de la vida de la protagonista. Hasta que ella misma es capaz de reconocerse en esas impresiones y de decirnos su nombre.

En estos tiempos tan extraños como simples que corren, escribir una novela en primera persona parece un acto de valentía. Alguien habrá que diga que, en realidad, se trata de autoficción (aunque para eso incumpliría el santo precepto de haber bautizado a su protagonista como Elisabeth Strout). Hay vida y verdad en las páginas ligeras y frágiles de Strout. Hay una mirada que sabe ver. Hay amor y ganas de amar. ¿Cuántos de nosotros amamos de verdad a las personas que nos rodean?, o mejor dicho, ¿cuántos somos capaces de darnos cuenta siquiera de que amamos? ¿Y cuántos de nosotros somos capaces de decirlo?

Siempre hay una herida con los padres. Incomprensiones, palabras no dichas; algunas por fortuna. Siempre, un deseo nunca satisfecho y una marca, más o menos honda. Son hechos que se muestran en lo pequeño, en las conductas. A veces, los hermanos actúan de espejos y nos cobran las deudas que percibieron en ellos, en los padres. La muerte suele ser el catalizador de todo esto. La regeneración, el hecho más necesario y más doloroso de la vida. Dejar paso, desprenderse. Quedarse solo. Solos con nuestra tristeza, universal y privativa. Con ese dolor primario que abrazamos contra nuestro pecho, ya desde niños.

También hay algunas reflexiones sobre el hecho de escribir, en boca de Lucy (porque Lucy es una escritora, pero no como los escritores de Auster o de otros: es una escritora que no se atreve apenas a decirnos que lo es). Por ejemplo, que no hay que preocuparse por lo que contamos, puesto que tenemos una sola historia. No sé si estoy muy de acuerdo con ella, pero qué importa eso.

Y otra, que se me ha quedado vibrando: para ser escritor hay que ser implacable. Ser implacable en buscar lo que se quiere, y en no aceptar lo que no se quiere. Ambas son caras de conseguir.

También nos recuerda que un escritor es alguien cuya tarea no es otra que dar a conocer la condición humana (si con subordinadas, palabros o incluso con música, no dice nada). Y enfrentarse al papel con un corazón abierto…

Les recomiendo que lean a Strout, que valoren y, sobre todo, que sientan. Las palabras de Lucy son de cristal y a veces se quiebran si las apretamos demasiado en nuestras propias hormas. Así que cuidado al leerla. Avisados quedan.