Libros para aprender a escribir

(Este texto apareció en la revista ctxt, en enero de 2020).

Parece una opinión bastante extendida que la de escritor es la única disciplina artística que ha de aprenderse sola. Se diría que el escritor de raza debe hacerse a sí mismo. Todo corre por su cuenta: aprender la técnica, los trucos del oficio, educar la mirada, refinar el paladar lector… He comprobado que cuando sale el tema en ciertos foros, alguien más o menos airado, suele soltar aquello de que el talento no puede enseñarse; afirmación con la que, me da la sensación, nueve de cada diez dentistas, artistas plásticos e incluso coordinadores de talleres de escritura, sospecho que están de acuerdo.  

Suele coincidir que quien así opina, y arroja la pregunta de si es posible enseñar a escribir, lo hace de forma algo capciosa, para, acto seguido, criticar los talleres literarios, la universidad o cualquier institución donde propongan un método más o menos reglado para enseñar la llamada escritura creativa.

En este Ministerio ya se ha tocado el tema (¿enlace a artículos?), pero no voy a seguir por ahí, y no es por eludir la discusión. Mi motivación para escribir este artículo es sugerir algunos lecturas útiles a quienes se inicien en la escritura, y sientan la necesidad de aprender el oficio. 

Pienso que la propia materia de la literatura hace imposible ser autodidacta. El único modo de aprender a escribir es leer mucho y picar mucha tecla: creo que en esto también el consenso es total. En el trayecto entre ambas acciones, —leer y escribir— es donde aparecen las dificultades.  

En esto, quien predica con el ejemplo adquiere la condición tácita de maestro. Por tanto, si queremos aprender a escribir, parece evidente que la mejor escuela será el trabajo de quienes han demostrado su dominio de la materia. Es fácil que nadie nos pueda enseñar a cazar una ballena blanca mejor que Melville. Nadie como Joyce para enseñarnos a manejar el flujo de conciencia; o Ishiguro, para aprender cómo respira un narrador poco fiable. Podemos acudir a Jim Thompson, y, por ejemplo, a sus 1280 almas para ver cómo se organiza una trama de forma milimétrica; o a Jane Austen para estudiar el uso de la ironía. Y quién mejor que John Williams, en Stoner, para enseñarnos a atrapar la atención del lector con una historia sin expectativa de desenlace, o a organizar el material con una estructura temporal amplísima (toda una vida) sin que decaiga la tensión narrativa… 

Todo ese acervo, en fin, está ahí, al alcance de cualquier aspirante a escritor. Sin embargo, no es fácil aprender a reconocer y a utilizar las herramientas de un oficio sobre el que no se sabe nada todavía. 

Los felices intermediarios son esos otros maestros imprescindibles, que enseñan el oficio de la escritura (de novelas, en este caso) desde los libros también, pero no desde la creación, sino desde el análisis, la profundización y la exposición didáctica.

El mercado también abunda en métodos de escritura y textos críticos. Muchos de ellos no son de fiar. Mi intención es acercar a quien interese unos cuantos libros con valor por sí mismos, por la calidad con la que están escritos, y por la calidad y generosidad con la que exponen las peculiaridades del oficio. 

Empezaré por tres de mis maestros imprescindibles. El primero son dos libros, en realidad, pero que funcionan como dos partes de un todo:  El arte de la ficción y Para ser escritor, de John Gardner.  

No creo que se pueda decir nada sobre escritura de ficción que Gardner no haya dicho ya. Fue, además de escritor y crítico literario, profesor de escritura en diversas universidades e instituciones. El arte de la ficción son los apuntes que elaboró para sus estudiantes de escritura, y en él aborda cuestiones técnicas de la construcción de novelas, desde un punto de vista teórico, en la primera parte, y práctico en la segunda. Todas sus enseñanzas parten de una premisa: el principal objetivo es construir para el lector lo que él llama el sueño de la ficción, de forma que todas las decisiones que el escritor tome deben dirigirse a mantener al lector inmerso en dicho sueño, a que no se distraiga de la historia. No se trata de crear una ficción que hipnotice al lector y anule sus sentidos y su capacidad crítica, no; es un consejo dirigido al escritor: no es su ego quien manda, sino la obra de arte.  

Así pues, todo debe ponerse al servicio de esta: la construcción de los personajes, la estructura de las tramas; el ritmo de la prosa, la sintaxis; la afinación del criterio a la hora de escoger el punto de vista y el narrador… Y todas estas elecciones estilísticas deben hacerse desde una posición de honradez hacia el lector y hacia uno mismo.

Enseña con claridad y sencillez cuáles son las herramientas de las que dispone un escritor. Pero también da consejos interesantes, y motivos para la reflexión. Por ejemplo: «El estado artístico ideal: serio y burlón al mismo tiempo». O su particular principio de Heisenberg, aplicado a la creación literaria: si solo con observar un fenómeno lo transformamos, cuánto más haremos con la realidad al reformularla mediante la escritura.

Si la posibilidad de poder enseñar a escribir genera dudas, imaginen si lo que se plantea es enseñar a ser escritor. Gardner, en Para ser novelista, se atreve a hablar de aquello que se debe tener para llegar a ser un escritor. Desde la necesidad de autocuestionarse siempre, condensada en esa pregunta que muchos aspirantes tarde o temprano, plantean a sus maestros: ¿valgo para esto?, Gardner da pistas, reflexiona sobre el modo de vivir de los escritores, su forma de relacionarse con la realidad; las maneras de afrontar la escritura, el significado que puede tomar esta dentro de la vida cotidiana para el artista, etc. Escribir novela, según él, es una alternativa a la vida ordinaria. Una alternativa exigente, sacrificada, y feliz. 

La asertividad de Gardner al animar a no caer en la autocomplacencia, resulta tan emocionante como ingenua en estos tiempos mercantiles, en los que la novela parece abrazar más la industria del entretenimiento que la cultura. Es difícil transmitir al aspirante a escritor la necesidad de ser autoexigente; de evitar el sano impulso de repetir lo que hacen otros, para tratar de aportar algo singular que haga avanzar a la Literatura, cuando los ejemplos de novela más sencillos de encontrar, los que tienen éxito, no suelen hacer nada de esto, cuando no hacen lo justo lo contrario.  

Juzguen ustedes si suena extraño hoy en día el párrafo final del libro: las recompensas que procura (la escritura de novelas) son de cariz casi religioso —un cambio de la mente y del corazón, satisfacciones que nadie que no sea novelista comprende— y, generalmente, sus rigores no proporcionan otra recompensa que no sea la espiritual. Aunque para quienes realmente se sienten llamados a esta profesión bastan las recompensas espirituales.

Antes de esto, que hace suspirar de nostalgia, se mete en otros jardines como hablar sobre la naturaleza del escritor, sobre los estudios y la formación que convienen al mismo; sobre publicar y el mercado editorial; sobre la fe; sobre la culpa por dedicar tanto a tiempo a algo que en teoría no sirve para nada; o la sensación de vivir en una eterna adolescencia…

Y puede que dé en el clavo con el principal inconveniente de los talleres literarios: el exceso de academicismo; la preponderancia de la importancia del tema o de la estructura, por encima del sentimiento y de la narración. Pero esto ya es harina de aquel otro costal.

Los mecanismos de la ficción, de James Wood

Si Gardner abordaba la necesidad de la fe, James Wood se coloca en la posición contraria: una de sus premisas es que la ficción no nos pide que creamos en las cosas, sino que las imaginemos. «Vida en el papel. Vida traída a una vida distinta por el arte más elevado», dice. 

El libro aborda con profundidad y rigor elementos esenciales de la escritura de la novela, y lo hace con un estilo que se lee solo, a base de fragmentos cortos como disparos certeros, que facilitan la comprensión de conceptos complejos. Además del evidente valor del contenido, el humor de fondo y la brillante presentación lo convierten en un libro valiosísimo para alguien que quiere aprender a escribir, o a leer. No tiene desperdicio, ni decae su interés, pero en particular, me parece fundamental su análisis del estilo indirecto libre, esa maravillosa herramienta que flexibiliza el discurso y enriquece el contenido, que «adquiere su máximo poder cuando apenas resulta visible o audible«. En su opinión, es lo que hace a la novela ser lo que es; aún es más, la historia de la novela se puede contar tanto desde el desarrollo del estilo indirecto libre, como desde el auge del uso del detalle. 

Algo que suele costar mucho cuando empezamos a escribir es comprender que la novela exige con frecuencia renunciar a la abstracción, que es el territorio de lo concreto, del detalle significativo. La literatura , dice Wood, nos enseña a observar, a extraer el detalle brillante y esclarecedor del cúmulo de detalles que la vida nos aporta a cada momento. Y esos detalles notables son los que el buen escritor sabrá deslizar de entre los detalles corrientes, para capturar nuestra atención en lo concreto y enriquecer la experiencia de observación. «Lo que Flaubert dijo a Maupassant en 1870: <<hay una parte de todas las cosas que sigue inexplorada, porque estamos acostumbrados a usar nuestros ojos solo en asociación con el recuerdo de lo que la gente nos ha enseñado antes de la cosa que vamos a mirar. Hasta lo más nimio tiene en sí algo que es desconocido>>». 

Cómo piensan los escritores. Técnicas, manías y miedos de los grandes autores. Richard Cohen 

Es un libro destila y contagia el amor hacia la literatura, con una mirada divertida y profunda hacia las manías y miserias de los escritores. No manías y miserias vitales, contadas por puro cotilleo, sino costumbres relacionadas con el acto creativo, explicadas para alumbrar los diferentes momentos, o conflictos, por los que se atraviesa durante este. 

Cohen, como Gardner, es profesor de escritura y por eso su postura es didáctica, clara y algo exigente. Manifiesta, insisto, un profundo amor hacia la literatura, la escritura y la lectura, y una digna aspiración a convertir la enseñanza de la escritura creativa en algo creativo per se. Así que la lectura es deliciosa e instructiva, y divertida en muchos pasajes. 

Se atreve a arrancar el viaje con la famosa pregunta: ¿se puede enseñar a escribir? Cohen elude la respuesta franca y ofrece tres testimonios: uno en contra —de Behan—; otro a favor —nuestro conocido Gardner—, y otro diplomático y con símil golfístico —Vonnegut—: lo que se puede es ayudar «a dar menos golpes durante el juego».  

La respuesta de Cohen se lee entre líneas a lo largo de los cientos de páginas que siguen a ese comienzo, en las que articula una selecta colección de lecciones magistrales sobre los puntos clave del proceso creativo, desde la experiencia de unos no menos selectos testimonios de grandes autores de la historia de la Literatura. 

El inicio de la novela, el fin, la creación de la personalidad, las formas de plagio, el punto de vista, el arte del diálogo, la ironía, el argumento, el ritmo de la prosa, las escenas de sexo, las revisiones del texto. Toca todos estos puntos con detalle, aunque destacaría los capítulos dedicados a la ironía y al sexo. 

Habla de la ironía como modo necesario de expresión (Vico, 1725), incluso como un modo de entender la vida que debía de estar presente en toda forma artística (Kierkegaard), y profundiza en la complejidad del término y, por lo tanto, del uso. 

La conclusión: «que la ironía nos permite decir aquello que no puede tomarse como una cosa real. Y(…) presupone un entendimiento entre el autor y el lector». La ironía omite lo que revela y obliga o permite al lector que ponga lo que falta. Es un elemento, por lo tanto, que incluye al lector en el texto, que tensa la relación con éste al hacerle participar.

La dificultad de la escritura de las escenas sexuales es un problema real que sufrimos escritores y lectores. Cohen sintetiza con brillantez el espectro de errores que encontramos habitualmente: «los enardecidos novelistas suelen caer en la trampa de querer explicar demasiado, por ejemplo, combinando lo sentimental con lo vulgar, incluyendo pasajes filosóficos de poca monta, abusando de nombres abstractos, empleando un torrente de imágenes acuáticas, dando abrumadores detalles clínicos o utilizando símiles absurdos y una prosa ridícula y extravagante. Hay autores que escriben sobre las relaciones sexuales como si nadie supiera lo que son, cuando debería ser al revés.»

Aborda el tema desde los ejemplos de autores como Updike, Henry Miller o Nabokov, (que, por cierto, acuñó el término EOS = escena obligatoria de sexo), y siempre desde un humor moderado, que se afila en las notas a pie de página: no se las pierdan. 

No tan técnicos, ni tan históricos, pero igualmente imperdibles, son los libros clásicos  que recomendaré a continuación: 

Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury

No sé si el mundo que Bradbury conoció sigue existiendo. Si hoy en día, en el dominio de las redes sociales, la inmediatez y la cultura de lo breve y rápido, todavía tiene vigencia su modo de entender la escritura, el arte, su ‘utilidad’. No lo sé, pero sí sé que agrada saborear la épica, la fuerza de ese icono del escritor solitario, que le echa un pulso cada noche a la máquina de escribir. Alguien empeñado en explicar el mundo mirando hacia dentro. Quizá este libro podría ser encuadrado dentro de los motivacionales, pues la ya mencionada épica, el entusiasmo que Bradbury imprime a sus palabras, a lo que mueve es, simplemente, a intentarlo; a ponerse a escribir sin dilación, ni miedo. Y esa tal vez sea su gran enseñanza: que hay que intentarlo. 

Me quedo con su método ‘zen’ para escribir: trabajo, relajación y no pensar. Escribir con tanta disciplina que haga surgir esa relajación intensa y creativa que te hace trabajar sin pensar: el único modo de que salgan de verdad ideas valiosas, personales, auténticas y, ojalá, originales. 

Suenan actuales las palabras que dedica al afán de notoriedad rápida, de ganar dinero rápido, que, opina, son motivaciones poco confiables para un escritor, para un artista en general. Por eso conviene revisar la motivación a la hora de escribir.

«¿Cómo se pierde uno? Poniéndose metas incorrectas, como he dicho. Ambicionando la fama literaria demasiado rápido. Ambicionando dinero demasiado pronto. Pero deberíamos recordar que la fama y el dinero son dones que se nos otorgan solo después de que hayamos brindado al mundo nuestros dones mejores, nuestras verdades solitarias e individuales.»

«Cada uno de ustedes interesado en la creatividad quiere entrar en contacto con aquello de sí mismo que es auténticamente propio. Quieren fama y fortuna, sí, pero sólo como premio por un trabajo sincero y bien hecho. La notoriedad y una cuenta abultada deben llegar cuando todo lo demás ya ha concluido.»

Después de todo, sí que han cambiado, y mucho, los tiempos, pues, hoy en día,  un buen escritor quizá no pueda confiar en que se cumpla esto último.

El estilo de Bradbury, poético siempre, hacía suponer de antemano su opinión sobre la construcción de las tramas, otra de esas preguntas tópicas en esto de la escritura creativa: ¿escritor de brújula o de mapa?: 

«Recuerden: la trama no es sino las huellas que quedan en la nueve cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos increíbles. La Trama se descubre después de los hechos, no antes. No puede preceder a la acción. Es el diagrama que queda cuando la acción se ha agotado. La Trama no debería ser nada más- El deseo humano suelto, a la carrera, que alcanza una meta. No puede ser mecánica, solo puede ser dinámica.

De modo que apártense, olviden los objetivos y dejen hacer a los personajes, a sus dedos, su cuerpo.»

Merece la pena leer a Bradbury, en cualquiera de sus formas, y empaparse de ese tono íntimo e intenso, de la forma especial de ver el mundo que se destila, quizá a su pesar, a través de sus textos. De la importancia que otorga a la belleza. No me resisto a dejar aquí esta cita-consejo-declaración de intenciones:

«De ahora en adelante espero estar siempre atento, educarme lo mejor que pueda. Pero, si me falta esto, en el futuro volveré a mi mente secreta para ver qué ha observado cuando me parezca que he pasado algo por alto. 

Nunca pasamos nada por alto.

Somos copas que se llenan constante, silenciosamente.

El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame.»

Para ser escritor, Dorothea Brande

El propio Bradbury en Zen en el arte de escribir remite a Dorothea Brande, un clásico de la escritura creativa. Para ser escritor fue publicado en1934 y, en mi opinión, es un libro valioso a pesar de que a estas alturas del cuento —en pleno siglo XIX— algunas de sus afirmaciones suenan también un poco antiguas, cuando no ingenuas. 

Por ejemplo, a lo largo de todo el libro anuncia que va a revelar el secreto de lo que ella denomina la magia del escritor. Dicho secreto resulta ser la meditación. Para Brande, la meditación es la herramienta definitiva para la introspección que todo buen escritor debe practicar (aunque sin abusar). En la sociedad estadounidense de 1934 es posible que la meditación fuera una técnica desconocida y novedosa, y la necesidad de introspección, algo exótico y poco relacionado con la escritura de ficción. Hoy en día suena un poco viejuno, suena a sabido. 

No obstante, Brande hace hincapié en algunos aspectos sobre los que merece la pena reflexionar, y que no son contemplados en muchos otros textos, quizá porque se dan por supuestos, cuando la realidad demuestra que hace falta hablar de ello. Me parece valiosa la observación de que las narraciones surgen desde instancias inconscientes de nuestros cerebros. Y por tanto, es interesante mantenernos con el pensamiento enfocado, darle tiempo al tiempo, escribir con fluidez, hacer caso a la intuición… También sugiere Brande algunas buenas costumbres, deseables para la vida en general, aunque no escribamos, como evitar las lecturas, o incluso las compañías, que resulten perjudiciales para nuestros propósitos. 

Otros recordatorios útiles: que toda ficción es persuasión; que un escritor es una persona a la que no se le escapa nada, así que hay que trabajar la capacidad de observación, nutrirse viviendo; que conviene descubrir lo que uno piensa sobre los grandes asuntos de la existencia; que la originalidad reside en ser genuinos, y que la honestidad suele ser fuente de originalidad.

«El genio es esa persona que por un feliz accidente de su temperamento o de su educación, es capaz de poner su inconsciente completamente al servicio de su intención, sea o no consciente de lo que está haciendo».

Mientras escribo, Stephen King

Hace unos años se abrió una petición de firmas, en la famosa web change.org, para que le dieran el premio Nobel a Stephen King. Creo que recogieron pocos votos, y sin embargo cada octubre el tema vuelve a salir a relucir. Imaginar que el excelso premio recayera en un autor mainstream sin duda remataría a los que quedaron malheridos después de lo de Bob Dylan. 

No soy una gran lectora de King, y aún así he podido reconocer en sus textos la honestidad y el compromiso con la literatura (popular, en su caso) como digna forma de expresión de las emociones humanas; una capacidad para usar las palabras y hacer imaginar, que no son muy diferentes de las de muchos buenos autores, premiados o no.

Por poner un ejemplo, la archiconocida Misery, es una magnífica metáfora de cómo se vio atrapado por el alcoholismo, que toma la forma de una dama enardecida, una lectora fanática que obliga al escritor, con violencia extrema, a ir por donde ella manda; o el delicioso relato sobre la pérdida y la condición de mortales, Montado en la bala. 

De todo esto habla King en el libro cuya lectura considero interesante para quien quiera aprender a escribir, Mientras escribo. Es una suerte de autobiografía literaria, con tono desenvuelto, a ratos gamberro. En una primera parte habla de su vida, y luego se lanza a hablar del proceso creativo y a dar consejos al aspirante a escritor; consejos prácticos, llenos de sentido común, aunque también, en mi opinión, un poco fanfarrones en algunos aspectos. Por ejemplo, cuando presume de que nunca planea sus novelas, que su experiencia le guía, algo que es fácil que irrite, o que desespere más que ayude al aprendiz. Por lo demás, da muchos otros consejos muy sensatos, aunque quizá algo generalistas: prestar atención a lo que te rodea, y luego contar la verdad de lo que hemos visto, lo de los adverbios en mente, etc.  Es un libro que gusta leer, igual que quizá nos gustaría tener el éxito de King, al menos un ratito. 

Supongo que ya con estos siete libros igual resulto abrumadora. Hay muchos más, y muy buenos. No podría despedirme sin hablar de El gozo de escribir, de Natalie Goldberg, un texto delicioso, y útil, sobre todo, si se está pasando por uno de esos periodos en los que da pereza ponerse, o se padece el mítico bloqueo del escritor

Para alguien que está empezando, también puede resultar de útil, por su tono didáctico y su contenido variado, más extensivo que intensivo, Escribir, manual de técnicas narrativas, de Enrique Páez, uno de los pioneros de la enseñanza de la escritura en Madrid. 

Y para quienes ya tengan cierto rodaje y se quieran reír, dos títulos: Cómo no escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman. Repasa todo lo que no hay que hacer para escribir una buena novela, con textos ilustrativos de su propia cosecha que resultan de veras cómicos. No es un libro complaciente con el lector, da por hecho que ya se sabe algo sobre escritura, de modo que se puedan reconocer los fallos ilustrados. Aviso: hay que estar dispuesto a reírse también de uno mismo, pues me parece casi inevitable reconocer errores propios en muchos de los ejemplos. 

El segundo título para escritores con humor es el Correo literario, de Wislawa Szymborska. Las respuestas de Szymborska a los aspirantes a escritores que enviaban sus textos a la revista en la que ella trabajaba, además de divertidas, están llenas de ironía, y en muchos casos, de consejos valiosos. 

Y aquí termino esta relación, consciente de que no menciono muchos otros títulos también importantes. Confío en que sean útiles para quien quiera aprender. Y si no, que al menos les hagan pasar un buen rato. 

Libros mencionados: 

El arte de la ficción. John Gardner. Traducción de Miguel Lage. Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2001.

Para ser novelista. John Gardner. Traducción de Víctor Conill. Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2001.

Los mecanismos de la ficción. James Wood. Traducción de Ana Herrera. Editorial Gredos, 2008.

Cómo piensan los escritores. Richard Cohen. Traducción de Laura Ibáñez. Blackie books, 2018. 

Zen el arte de escribir. Ray Bradbury. Traducción de Marcelo Editorial Minotauro, 1995 

Para ser escritor, Dorothea Brande. Trad Eva Cruz, Circulo de tiza 2015

Mientras escribo, Stephen King. Traducción de Jofre Homedes Bautnagel. Debolsillo. 2011. 

El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Traducción de Rosanna Zanarini. Editorial la liebre de Marzo, 2000.

Escribir, manual de técnicas narrativas, de Enrique Páez. Editorial SM. 

Cómo no escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman. Tradución de Daniel Royo. Editorial Seix Barral, 2010.

Correo literario, de Wislawa Szymborska. Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Nórdica libros, 2018.

Narrativas personales

En el inspirador libro de entrevistas de la periodista Inés Martín Rodrigo, Una habitación compartida (Editorial Debate. Barcelona, 2020), en el que entrevista a una magnífica colección de grandes escritoras, como reza el subtítulo del libro, he encontrado una frase de Vivian Gornick que me ha hecho reflexionar y que es el motivo de este texto. (He encontrado muchas más, y creo que habrá más textos inspirados en este libro, pero por alguno he de empezar). 

Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es una escritora cuyos libros se nutren de su propia vida. Su objetivo al escribir, como apunta Inés Martín Rodrigo en la brillante presentación que hace de ella, perseguía un propósito mucho mayor, y más difícil: ser testigo fiel de su propia vida. La propia Gornick, un poco más adelante, expresa que su responsabilidad es dar forma a una experiencia, no transcribirla.

Entre la ficción y la no ficción en la narrativa, a mi modo de ver, no hay más que una diferencia conceptual  virtual, no real. Que el filón de donde extraigamos los materiales con los que damos forma a las historias esté basado en hechos reales o no da igual, en realidad, pues la verdad de un texto no viene marcada por su veracidad, sino por la sinceridad. Entendida esta sinceridad como la consonancia entre lo expresado y la forma en que se expresa, la falta de impostura; un concepto en el que interviene la intención de quien comunica, que ha de ser una intención de expresar su verdad personal, sin fingimiento, y quizá sin un propósito más allá de la pura expresión de dicha verdad personal. 

A mi modo de ver, esta empresa encierra una dificultad superior a la de construir una historia de ficción. El apego a la realidad suele ser grande, también el prurito testimonial, respetar la importancia de nuestra versión de los hechos, la integridad de nuestras pequeñas verdades, no es algo fácil de dejar a un lado cuando escribimos. 

Sin embargo, la narrativa se rige por otras leyes, como todos sabemos. Leer un texto y que suene a verdad requiere aplicarle un filtro implacable: la verosimilitud. Combinar ambos filtros —verosimilitud y verdad— es complicado. 

Las personas a veces somos imprevisibles. Y digo a veces porque ya con el Big data, los algoritmos, y todo eso que se escapa de mi conocimiento parece ser que son capaces de adelantarse a nuestros deseos. Seguro que ya os ha sucedido: encontrar anuncios en vuestras redes sociales relacionados con algún aspecto que se os ha pasado por la mente, pero que aún no habíais comentado con nadie, o ni siquiera buscado en google. Pero en un texto narrativo no hay algoritmo que nos salve. El propio texto, la propia narración debe de contener todos los elementos que posibilitan al lector comprender la lógica interna de los personajes. Es esta lógica interna la que marca la pauta, la que establece la coherencia, los elementos de juicio para que sintamos una historia como verosímil. 

En la realidad los hechos tienen lugar, sin más. Un vídeo es bastante para que creamos. 

En la narración hemos de construir esa veracidad especial que pasa a llamarse verosimilitud. Y la construimos en movimiento, mientras la historia se desarrolla, a través de detalles, de indicios, de reacciones de los personajes que van mostrando su manera de ser, de actuar, su lógica interna: las armas que les permitirán resolver (o no) su conflicto y completar la transformación que da sentido y razón de ser a la novela. 

Uno de los elementos más mágicos de esa lógica interna que no puede ser más paradójico, además, es la contradicción. En la vida real las contradicciones que detectamos en las conductas y en los discursos de la gente hacen que perdamos la confianza en ellos, que no nos fiemos. Dañan la veracidad. En una narración, por el contrario, si no incluimos contradicciones en la caracterización de nuestros personajes no nos los creeremos. Imagino que esto es porque cuando leemos buscamos espejos, necesitamos percibir alguna parte de realidad en lo narrado para que nos sintamos cómodos en ella. Para que nos creamos una narración tenemos que instalar el software que el escritor ha desarrollado en la presentación de la historia y que sea compatible con nuestro concepto de veracidad. Ni que decir tiene que el software debe funcionar bien. Pero luego la responsabilidad interpretativa será entera del lector, de su experiencia personal, de su sistema de creencias, de su curiosidad y de su capacidad de empatía. 

No puede ser más escurridizo. Este pensamiento me hace explotar la cabeza. Y quizá explique esa furia por publicar tantos títulos al año, aparte de los imperativos de la sociedad de consumo. Encontrar historias, podría llamarlas ficciones, que nos expliquen el mundo y nos entretengan de esa realidad que no sé si existe, se convierte en un ansia irrefrenable, amplia como la humanidad, insaciable como el tiempo que la dilata. 

Oí decir a escritor Benjamín Labatut en una entrevista algo así como que todo el mundo que camina con plena conciencia sabe que no tiene suelo debajo de los pies. La alusión a la física cuántica es clara, y en su más alto exponente se refiere incluso al suelo físico, pero me permito suavizarlo al trasladarlo a nuestra percepción de la realidad, entendida esta como las cosas que nos pasan. Solemos creer con ciega fe que nuestras interpretaciones son la verdad; si somos audaces además le pondremos el apellido «objetiva». Si encima nos apegamos a ellas estamos perdidos.

Por lo tanto, y perdónenme que camine en espiral, me resulta muy meritorio el propósito de Gornick, y de cualquiera que asuma como su cruzada convertir su experiencia vital en algo coherente que ofrecer a los demás. No deja de resultarme significativo el título de la obra más conocida de Gornick: Apegos feroces. (Sexto piso, 2017). Me gusta encontrar la palabra apego en el título, porque este es uno de los principales obstáculos para tantas cosas en la vida, y para la escritura también. Y todavía más, para la escritura cuyos materiales provienen de la vida personal. Es complicado renunciar a recuerdos que forman parte ya de quienes somos para hacer que una narración funcione, por más que resulte necesario para construir la ya mencionada verosimilitud.

La narrativa necesita apoyos más sólidos y minuciosos que la vida. Puede que la vida avance a saltos, que sea discreta por más que la vivamos con una ilusión de continuidad. El día a día está lleno de sorpresas mínimas, minúsculas epifanías que nos hacen tomar decisiones, reaccionar, conducirnos como pilotos en la niebla, pero con esa fantasía de control siempre vigente para proteger nuestra cordura. 

En la narrativa escrita, en la ficción, los apoyos han de ser constantes, estratégicos, mucho más continuos. Esa es la dificultad: no tanto hacerlo, como entenderlo primero. Visualizarlo, sentirlo. Aún a riesgo de perder un poco la razón. Tal vez por eso los escritores estamos un poco locos, de puro cuerdos. 

Gornick repasa la relación con su madre, las convierte a ambas en dos personajes que deambulan por un mismo escenario (Nueva York) en dos tiempos diferentes. Es un libro sobre el amor y sobre la humanidad. Un libro sobre cómo aman las mujeres. También sobre las herencias silenciosas. Funciona como una preciosa y precisa relojería. La escritura minuciosa de Gornick logra esto: hilar su experiencia concreta con la rueca del artificio y convertirla en una narración sincera. Puede que esa sinceridad, la evidencia de que detrás de esa historia del Bronx se nos está hablando de algo universal, sea la que mantiene el interés en una narración que se disfraza de local, de intrahistoria, casi de rutina. No hay grandes puntos de giro, ni tensión narrativa entendida como suspense; no hay una expectativa de desenlace como tal, aunque sí que suscita interés el logro de una vida. Si es que esto existe, si es que se puede expresar en singular. Aunque entiendo que sí, igual que decimos vida y nos referimos a una colección de elementos discretos que acostumbramos a ordenar con el criterio de la cronología. 

Gornick devana su vida, la ordena con otro criterio: el de la narrativa. Y lo hace con un equilibrio difícil de conseguir: hablar de sí misma sin caer en la egolatría. Se mueve bien en la fina frontera entre el amor propio y la vanidad. Supongo que todos tenemos una vida que contar, una vida pequeña y valiosa; ni más ni menos, tan valiosa como la de cualquier otro. Saber narrarla, con dignidad y provecho para los demás, es mérito de Gornick. Así que supongo que ha cumplido con creces su propósito de dar la mejor forma posible al material escurridizo de la propia vida.

Y no me gustaría terminar esta reflexión sin agradecer la labor prescriptiva de textos como el de Martín Rodrigo, que con gusto exquisito dirigen nuestra atención hacia un excelente ramillete de autoras. Léanlas: a Inés Martín Rodrigo, a Vivian Gornick, a todas ellas.