NUEVAS RAZONES. RAZONES DE SIEMPRE

Todo es novela nació hace años como un proyecto personal para ayudar a la escritura de buenas novelas y acompañar en cierta manera a los escritores no solo durante el proceso de escritura, sino en el de búsqueda de editorial. Aunque este último propósito se ha caído de la lista, —por su propio peso y por mi falta de tiempo para pelearlo—, los demás siguen vigentes y forman parte de mi actividad diaria.

Hoy escribo y publico esta nueva pieza como pistoletazo de salida al nuevo curso, y para reafirmarme en las mismas razones de siempre que, sin embargo, se me antojan nuevas. Quizá sean nuevas del mismo modo que son nuevas y son las de siempre las aguas de todos los ríos de Heráclito, etc. Mis razones siguen siendo las mismas: un puro deseo de comunicar, de conectar. De contar, de contarnos. De aportar valor. 

En casi todos los manuales de escritura creativa te invitan, nada más comenzar, a preguntarte la razón por la que escribes. Somos tantos ya en este ancho mundo de la escritura que las razones, por más que siempre sean las mismas, siempre sorprenden. Reuniré unas cuantas, por mi gusto por la enumeración: por expresión emocional, por ambición artística; para ganar dinero, notoriedad, prestigio, fama; por egocentrismo; por afán intelectual, afán de trascendencia; por ganas de compartir, de dar, de que no se pierda lo atesorado en la memoria, la experiencia, las horas de estudio, de lectura y reflexión; por petardeo, por conocer gente, por aburrimiento, por venganza, por desidia, por rencor… Cada cual ha de encontrar las suyas. 

Según datos de la Federación de gremios de editores de España, en el año 2019 se publicaron 82 mil títulos. Así que 82 mil razones circulan por librerías y hogares. Ahí es nada.

Durante mucho tiempo mantuve otro blog de creación que no me trajo nada más que satisfacciones. Mi Tren sobre la tierra fue un modo de ubicarme en mi mundo, de comprometerme, de disciplinar mi escritura. Luego vinieron otros, como este, más dedicados a la parte técnica de la escritura, a aportar información valiosa para los que escribimos, más que a la creativa. Y hoy regreso con todo ese bagaje mezclado en mi cabeza, pero sobre todo, con ganas de compartir. 

En este tiempo que he guardado silencio en este espacio, la vida, claro, ha seguido su curso. Incluso durante algo tan inverosímil como una pandemia. Y más que nunca creo en el lema de este blog: que todo es novela. Nuestra interpretación de la realidad, de los demás. Lo que pensamos de nosotros mismos, nuestros deseos, nuestros sueños dormidos y despiertos. Creamos la realidad conforme la pensamos, o la vivimos, muchas veces, como si de una novela se tratara. Inventamos nuestro propio personaje, a veces incluso nos inventamos a los demás. En ocasiones incluso nuestra vida se organiza en tramas, y nos ofrece desenlaces; nos pone en peligro, nos somete a la tiranía de los puntos de giro, de las barreras y reveses. A veces nos permite hablar, a veces impone un silencio y un recogimiento perfecto e imprescindible. 

Tengo ganas de hablar de esta novela que escribimos a diario, de las razones que encuentro para una y para todas las novelas. Un poco de mi propia novela, mucho de las novelas que escriben los demás, algo de las que atestiguo que viven. Porque se trata de eso, en definitiva: de vivir, de compartir la vida y lo vivido. De convertir en arte la experiencia. De hilar lo natural, transformarlo en artificio para tratar de comprenderlo. Con o sin belleza. Siempre con la ambición de la excelencia y con los límites del talento y las posibilidades. 

Y en eso estamos: en vivir, en leer, en conversar. En reflexionar y aprender. Con humildad, con pasión, con generosidad. Por múltiples razones: porque estamos vivos, porque aún tenemos ganas de compartir, de dar y de recibir. Por aprender y exprimir el valioso tiempo dejando lo que quiera que pueda haber de valor en las palabras. 

Y en eso estamos.

Libros para aprender a escribir

(Este texto apareció en la revista ctxt, en enero de 2020).

Parece una opinión bastante extendida que la de escritor es la única disciplina artística que ha de aprenderse sola. Se diría que el escritor de raza debe hacerse a sí mismo. Todo corre por su cuenta: aprender la técnica, los trucos del oficio, educar la mirada, refinar el paladar lector… He comprobado que cuando sale el tema en ciertos foros, alguien más o menos airado, suele soltar aquello de que el talento no puede enseñarse; afirmación con la que, me da la sensación, nueve de cada diez dentistas, artistas plásticos e incluso coordinadores de talleres de escritura, sospecho que están de acuerdo.  

Suele coincidir que quien así opina, y arroja la pregunta de si es posible enseñar a escribir, lo hace de forma algo capciosa, para, acto seguido, criticar los talleres literarios, la universidad o cualquier institución donde propongan un método más o menos reglado para enseñar la llamada escritura creativa.

En este Ministerio ya se ha tocado el tema (¿enlace a artículos?), pero no voy a seguir por ahí, y no es por eludir la discusión. Mi motivación para escribir este artículo es sugerir algunos lecturas útiles a quienes se inicien en la escritura, y sientan la necesidad de aprender el oficio. 

Pienso que la propia materia de la literatura hace imposible ser autodidacta. El único modo de aprender a escribir es leer mucho y picar mucha tecla: creo que en esto también el consenso es total. En el trayecto entre ambas acciones, —leer y escribir— es donde aparecen las dificultades.  

En esto, quien predica con el ejemplo adquiere la condición tácita de maestro. Por tanto, si queremos aprender a escribir, parece evidente que la mejor escuela será el trabajo de quienes han demostrado su dominio de la materia. Es fácil que nadie nos pueda enseñar a cazar una ballena blanca mejor que Melville. Nadie como Joyce para enseñarnos a manejar el flujo de conciencia; o Ishiguro, para aprender cómo respira un narrador poco fiable. Podemos acudir a Jim Thompson, y, por ejemplo, a sus 1280 almas para ver cómo se organiza una trama de forma milimétrica; o a Jane Austen para estudiar el uso de la ironía. Y quién mejor que John Williams, en Stoner, para enseñarnos a atrapar la atención del lector con una historia sin expectativa de desenlace, o a organizar el material con una estructura temporal amplísima (toda una vida) sin que decaiga la tensión narrativa… 

Todo ese acervo, en fin, está ahí, al alcance de cualquier aspirante a escritor. Sin embargo, no es fácil aprender a reconocer y a utilizar las herramientas de un oficio sobre el que no se sabe nada todavía. 

Los felices intermediarios son esos otros maestros imprescindibles, que enseñan el oficio de la escritura (de novelas, en este caso) desde los libros también, pero no desde la creación, sino desde el análisis, la profundización y la exposición didáctica.

El mercado también abunda en métodos de escritura y textos críticos. Muchos de ellos no son de fiar. Mi intención es acercar a quien interese unos cuantos libros con valor por sí mismos, por la calidad con la que están escritos, y por la calidad y generosidad con la que exponen las peculiaridades del oficio. 

Empezaré por tres de mis maestros imprescindibles. El primero son dos libros, en realidad, pero que funcionan como dos partes de un todo:  El arte de la ficción y Para ser escritor, de John Gardner.  

No creo que se pueda decir nada sobre escritura de ficción que Gardner no haya dicho ya. Fue, además de escritor y crítico literario, profesor de escritura en diversas universidades e instituciones. El arte de la ficción son los apuntes que elaboró para sus estudiantes de escritura, y en él aborda cuestiones técnicas de la construcción de novelas, desde un punto de vista teórico, en la primera parte, y práctico en la segunda. Todas sus enseñanzas parten de una premisa: el principal objetivo es construir para el lector lo que él llama el sueño de la ficción, de forma que todas las decisiones que el escritor tome deben dirigirse a mantener al lector inmerso en dicho sueño, a que no se distraiga de la historia. No se trata de crear una ficción que hipnotice al lector y anule sus sentidos y su capacidad crítica, no; es un consejo dirigido al escritor: no es su ego quien manda, sino la obra de arte.  

Así pues, todo debe ponerse al servicio de esta: la construcción de los personajes, la estructura de las tramas; el ritmo de la prosa, la sintaxis; la afinación del criterio a la hora de escoger el punto de vista y el narrador… Y todas estas elecciones estilísticas deben hacerse desde una posición de honradez hacia el lector y hacia uno mismo.

Enseña con claridad y sencillez cuáles son las herramientas de las que dispone un escritor. Pero también da consejos interesantes, y motivos para la reflexión. Por ejemplo: «El estado artístico ideal: serio y burlón al mismo tiempo». O su particular principio de Heisenberg, aplicado a la creación literaria: si solo con observar un fenómeno lo transformamos, cuánto más haremos con la realidad al reformularla mediante la escritura.

Si la posibilidad de poder enseñar a escribir genera dudas, imaginen si lo que se plantea es enseñar a ser escritor. Gardner, en Para ser novelista, se atreve a hablar de aquello que se debe tener para llegar a ser un escritor. Desde la necesidad de autocuestionarse siempre, condensada en esa pregunta que muchos aspirantes tarde o temprano, plantean a sus maestros: ¿valgo para esto?, Gardner da pistas, reflexiona sobre el modo de vivir de los escritores, su forma de relacionarse con la realidad; las maneras de afrontar la escritura, el significado que puede tomar esta dentro de la vida cotidiana para el artista, etc. Escribir novela, según él, es una alternativa a la vida ordinaria. Una alternativa exigente, sacrificada, y feliz. 

La asertividad de Gardner al animar a no caer en la autocomplacencia, resulta tan emocionante como ingenua en estos tiempos mercantiles, en los que la novela parece abrazar más la industria del entretenimiento que la cultura. Es difícil transmitir al aspirante a escritor la necesidad de ser autoexigente; de evitar el sano impulso de repetir lo que hacen otros, para tratar de aportar algo singular que haga avanzar a la Literatura, cuando los ejemplos de novela más sencillos de encontrar, los que tienen éxito, no suelen hacer nada de esto, cuando no hacen lo justo lo contrario.  

Juzguen ustedes si suena extraño hoy en día el párrafo final del libro: las recompensas que procura (la escritura de novelas) son de cariz casi religioso —un cambio de la mente y del corazón, satisfacciones que nadie que no sea novelista comprende— y, generalmente, sus rigores no proporcionan otra recompensa que no sea la espiritual. Aunque para quienes realmente se sienten llamados a esta profesión bastan las recompensas espirituales.

Antes de esto, que hace suspirar de nostalgia, se mete en otros jardines como hablar sobre la naturaleza del escritor, sobre los estudios y la formación que convienen al mismo; sobre publicar y el mercado editorial; sobre la fe; sobre la culpa por dedicar tanto a tiempo a algo que en teoría no sirve para nada; o la sensación de vivir en una eterna adolescencia…

Y puede que dé en el clavo con el principal inconveniente de los talleres literarios: el exceso de academicismo; la preponderancia de la importancia del tema o de la estructura, por encima del sentimiento y de la narración. Pero esto ya es harina de aquel otro costal.

Los mecanismos de la ficción, de James Wood

Si Gardner abordaba la necesidad de la fe, James Wood se coloca en la posición contraria: una de sus premisas es que la ficción no nos pide que creamos en las cosas, sino que las imaginemos. «Vida en el papel. Vida traída a una vida distinta por el arte más elevado», dice. 

El libro aborda con profundidad y rigor elementos esenciales de la escritura de la novela, y lo hace con un estilo que se lee solo, a base de fragmentos cortos como disparos certeros, que facilitan la comprensión de conceptos complejos. Además del evidente valor del contenido, el humor de fondo y la brillante presentación lo convierten en un libro valiosísimo para alguien que quiere aprender a escribir, o a leer. No tiene desperdicio, ni decae su interés, pero en particular, me parece fundamental su análisis del estilo indirecto libre, esa maravillosa herramienta que flexibiliza el discurso y enriquece el contenido, que «adquiere su máximo poder cuando apenas resulta visible o audible«. En su opinión, es lo que hace a la novela ser lo que es; aún es más, la historia de la novela se puede contar tanto desde el desarrollo del estilo indirecto libre, como desde el auge del uso del detalle. 

Algo que suele costar mucho cuando empezamos a escribir es comprender que la novela exige con frecuencia renunciar a la abstracción, que es el territorio de lo concreto, del detalle significativo. La literatura , dice Wood, nos enseña a observar, a extraer el detalle brillante y esclarecedor del cúmulo de detalles que la vida nos aporta a cada momento. Y esos detalles notables son los que el buen escritor sabrá deslizar de entre los detalles corrientes, para capturar nuestra atención en lo concreto y enriquecer la experiencia de observación. «Lo que Flaubert dijo a Maupassant en 1870: <<hay una parte de todas las cosas que sigue inexplorada, porque estamos acostumbrados a usar nuestros ojos solo en asociación con el recuerdo de lo que la gente nos ha enseñado antes de la cosa que vamos a mirar. Hasta lo más nimio tiene en sí algo que es desconocido>>». 

Cómo piensan los escritores. Técnicas, manías y miedos de los grandes autores. Richard Cohen 

Es un libro destila y contagia el amor hacia la literatura, con una mirada divertida y profunda hacia las manías y miserias de los escritores. No manías y miserias vitales, contadas por puro cotilleo, sino costumbres relacionadas con el acto creativo, explicadas para alumbrar los diferentes momentos, o conflictos, por los que se atraviesa durante este. 

Cohen, como Gardner, es profesor de escritura y por eso su postura es didáctica, clara y algo exigente. Manifiesta, insisto, un profundo amor hacia la literatura, la escritura y la lectura, y una digna aspiración a convertir la enseñanza de la escritura creativa en algo creativo per se. Así que la lectura es deliciosa e instructiva, y divertida en muchos pasajes. 

Se atreve a arrancar el viaje con la famosa pregunta: ¿se puede enseñar a escribir? Cohen elude la respuesta franca y ofrece tres testimonios: uno en contra —de Behan—; otro a favor —nuestro conocido Gardner—, y otro diplomático y con símil golfístico —Vonnegut—: lo que se puede es ayudar «a dar menos golpes durante el juego».  

La respuesta de Cohen se lee entre líneas a lo largo de los cientos de páginas que siguen a ese comienzo, en las que articula una selecta colección de lecciones magistrales sobre los puntos clave del proceso creativo, desde la experiencia de unos no menos selectos testimonios de grandes autores de la historia de la Literatura. 

El inicio de la novela, el fin, la creación de la personalidad, las formas de plagio, el punto de vista, el arte del diálogo, la ironía, el argumento, el ritmo de la prosa, las escenas de sexo, las revisiones del texto. Toca todos estos puntos con detalle, aunque destacaría los capítulos dedicados a la ironía y al sexo. 

Habla de la ironía como modo necesario de expresión (Vico, 1725), incluso como un modo de entender la vida que debía de estar presente en toda forma artística (Kierkegaard), y profundiza en la complejidad del término y, por lo tanto, del uso. 

La conclusión: «que la ironía nos permite decir aquello que no puede tomarse como una cosa real. Y(…) presupone un entendimiento entre el autor y el lector». La ironía omite lo que revela y obliga o permite al lector que ponga lo que falta. Es un elemento, por lo tanto, que incluye al lector en el texto, que tensa la relación con éste al hacerle participar.

La dificultad de la escritura de las escenas sexuales es un problema real que sufrimos escritores y lectores. Cohen sintetiza con brillantez el espectro de errores que encontramos habitualmente: «los enardecidos novelistas suelen caer en la trampa de querer explicar demasiado, por ejemplo, combinando lo sentimental con lo vulgar, incluyendo pasajes filosóficos de poca monta, abusando de nombres abstractos, empleando un torrente de imágenes acuáticas, dando abrumadores detalles clínicos o utilizando símiles absurdos y una prosa ridícula y extravagante. Hay autores que escriben sobre las relaciones sexuales como si nadie supiera lo que son, cuando debería ser al revés.»

Aborda el tema desde los ejemplos de autores como Updike, Henry Miller o Nabokov, (que, por cierto, acuñó el término EOS = escena obligatoria de sexo), y siempre desde un humor moderado, que se afila en las notas a pie de página: no se las pierdan. 

No tan técnicos, ni tan históricos, pero igualmente imperdibles, son los libros clásicos  que recomendaré a continuación: 

Zen en el arte de escribir, Ray Bradbury

No sé si el mundo que Bradbury conoció sigue existiendo. Si hoy en día, en el dominio de las redes sociales, la inmediatez y la cultura de lo breve y rápido, todavía tiene vigencia su modo de entender la escritura, el arte, su ‘utilidad’. No lo sé, pero sí sé que agrada saborear la épica, la fuerza de ese icono del escritor solitario, que le echa un pulso cada noche a la máquina de escribir. Alguien empeñado en explicar el mundo mirando hacia dentro. Quizá este libro podría ser encuadrado dentro de los motivacionales, pues la ya mencionada épica, el entusiasmo que Bradbury imprime a sus palabras, a lo que mueve es, simplemente, a intentarlo; a ponerse a escribir sin dilación, ni miedo. Y esa tal vez sea su gran enseñanza: que hay que intentarlo. 

Me quedo con su método ‘zen’ para escribir: trabajo, relajación y no pensar. Escribir con tanta disciplina que haga surgir esa relajación intensa y creativa que te hace trabajar sin pensar: el único modo de que salgan de verdad ideas valiosas, personales, auténticas y, ojalá, originales. 

Suenan actuales las palabras que dedica al afán de notoriedad rápida, de ganar dinero rápido, que, opina, son motivaciones poco confiables para un escritor, para un artista en general. Por eso conviene revisar la motivación a la hora de escribir.

«¿Cómo se pierde uno? Poniéndose metas incorrectas, como he dicho. Ambicionando la fama literaria demasiado rápido. Ambicionando dinero demasiado pronto. Pero deberíamos recordar que la fama y el dinero son dones que se nos otorgan solo después de que hayamos brindado al mundo nuestros dones mejores, nuestras verdades solitarias e individuales.»

«Cada uno de ustedes interesado en la creatividad quiere entrar en contacto con aquello de sí mismo que es auténticamente propio. Quieren fama y fortuna, sí, pero sólo como premio por un trabajo sincero y bien hecho. La notoriedad y una cuenta abultada deben llegar cuando todo lo demás ya ha concluido.»

Después de todo, sí que han cambiado, y mucho, los tiempos, pues, hoy en día,  un buen escritor quizá no pueda confiar en que se cumpla esto último.

El estilo de Bradbury, poético siempre, hacía suponer de antemano su opinión sobre la construcción de las tramas, otra de esas preguntas tópicas en esto de la escritura creativa: ¿escritor de brújula o de mapa?: 

«Recuerden: la trama no es sino las huellas que quedan en la nueve cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos increíbles. La Trama se descubre después de los hechos, no antes. No puede preceder a la acción. Es el diagrama que queda cuando la acción se ha agotado. La Trama no debería ser nada más- El deseo humano suelto, a la carrera, que alcanza una meta. No puede ser mecánica, solo puede ser dinámica.

De modo que apártense, olviden los objetivos y dejen hacer a los personajes, a sus dedos, su cuerpo.»

Merece la pena leer a Bradbury, en cualquiera de sus formas, y empaparse de ese tono íntimo e intenso, de la forma especial de ver el mundo que se destila, quizá a su pesar, a través de sus textos. De la importancia que otorga a la belleza. No me resisto a dejar aquí esta cita-consejo-declaración de intenciones:

«De ahora en adelante espero estar siempre atento, educarme lo mejor que pueda. Pero, si me falta esto, en el futuro volveré a mi mente secreta para ver qué ha observado cuando me parezca que he pasado algo por alto. 

Nunca pasamos nada por alto.

Somos copas que se llenan constante, silenciosamente.

El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame.»

Para ser escritor, Dorothea Brande

El propio Bradbury en Zen en el arte de escribir remite a Dorothea Brande, un clásico de la escritura creativa. Para ser escritor fue publicado en1934 y, en mi opinión, es un libro valioso a pesar de que a estas alturas del cuento —en pleno siglo XIX— algunas de sus afirmaciones suenan también un poco antiguas, cuando no ingenuas. 

Por ejemplo, a lo largo de todo el libro anuncia que va a revelar el secreto de lo que ella denomina la magia del escritor. Dicho secreto resulta ser la meditación. Para Brande, la meditación es la herramienta definitiva para la introspección que todo buen escritor debe practicar (aunque sin abusar). En la sociedad estadounidense de 1934 es posible que la meditación fuera una técnica desconocida y novedosa, y la necesidad de introspección, algo exótico y poco relacionado con la escritura de ficción. Hoy en día suena un poco viejuno, suena a sabido. 

No obstante, Brande hace hincapié en algunos aspectos sobre los que merece la pena reflexionar, y que no son contemplados en muchos otros textos, quizá porque se dan por supuestos, cuando la realidad demuestra que hace falta hablar de ello. Me parece valiosa la observación de que las narraciones surgen desde instancias inconscientes de nuestros cerebros. Y por tanto, es interesante mantenernos con el pensamiento enfocado, darle tiempo al tiempo, escribir con fluidez, hacer caso a la intuición… También sugiere Brande algunas buenas costumbres, deseables para la vida en general, aunque no escribamos, como evitar las lecturas, o incluso las compañías, que resulten perjudiciales para nuestros propósitos. 

Otros recordatorios útiles: que toda ficción es persuasión; que un escritor es una persona a la que no se le escapa nada, así que hay que trabajar la capacidad de observación, nutrirse viviendo; que conviene descubrir lo que uno piensa sobre los grandes asuntos de la existencia; que la originalidad reside en ser genuinos, y que la honestidad suele ser fuente de originalidad.

«El genio es esa persona que por un feliz accidente de su temperamento o de su educación, es capaz de poner su inconsciente completamente al servicio de su intención, sea o no consciente de lo que está haciendo».

Mientras escribo, Stephen King

Hace unos años se abrió una petición de firmas, en la famosa web change.org, para que le dieran el premio Nobel a Stephen King. Creo que recogieron pocos votos, y sin embargo cada octubre el tema vuelve a salir a relucir. Imaginar que el excelso premio recayera en un autor mainstream sin duda remataría a los que quedaron malheridos después de lo de Bob Dylan. 

No soy una gran lectora de King, y aún así he podido reconocer en sus textos la honestidad y el compromiso con la literatura (popular, en su caso) como digna forma de expresión de las emociones humanas; una capacidad para usar las palabras y hacer imaginar, que no son muy diferentes de las de muchos buenos autores, premiados o no.

Por poner un ejemplo, la archiconocida Misery, es una magnífica metáfora de cómo se vio atrapado por el alcoholismo, que toma la forma de una dama enardecida, una lectora fanática que obliga al escritor, con violencia extrema, a ir por donde ella manda; o el delicioso relato sobre la pérdida y la condición de mortales, Montado en la bala. 

De todo esto habla King en el libro cuya lectura considero interesante para quien quiera aprender a escribir, Mientras escribo. Es una suerte de autobiografía literaria, con tono desenvuelto, a ratos gamberro. En una primera parte habla de su vida, y luego se lanza a hablar del proceso creativo y a dar consejos al aspirante a escritor; consejos prácticos, llenos de sentido común, aunque también, en mi opinión, un poco fanfarrones en algunos aspectos. Por ejemplo, cuando presume de que nunca planea sus novelas, que su experiencia le guía, algo que es fácil que irrite, o que desespere más que ayude al aprendiz. Por lo demás, da muchos otros consejos muy sensatos, aunque quizá algo generalistas: prestar atención a lo que te rodea, y luego contar la verdad de lo que hemos visto, lo de los adverbios en mente, etc.  Es un libro que gusta leer, igual que quizá nos gustaría tener el éxito de King, al menos un ratito. 

Supongo que ya con estos siete libros igual resulto abrumadora. Hay muchos más, y muy buenos. No podría despedirme sin hablar de El gozo de escribir, de Natalie Goldberg, un texto delicioso, y útil, sobre todo, si se está pasando por uno de esos periodos en los que da pereza ponerse, o se padece el mítico bloqueo del escritor

Para alguien que está empezando, también puede resultar de útil, por su tono didáctico y su contenido variado, más extensivo que intensivo, Escribir, manual de técnicas narrativas, de Enrique Páez, uno de los pioneros de la enseñanza de la escritura en Madrid. 

Y para quienes ya tengan cierto rodaje y se quieran reír, dos títulos: Cómo no escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman. Repasa todo lo que no hay que hacer para escribir una buena novela, con textos ilustrativos de su propia cosecha que resultan de veras cómicos. No es un libro complaciente con el lector, da por hecho que ya se sabe algo sobre escritura, de modo que se puedan reconocer los fallos ilustrados. Aviso: hay que estar dispuesto a reírse también de uno mismo, pues me parece casi inevitable reconocer errores propios en muchos de los ejemplos. 

El segundo título para escritores con humor es el Correo literario, de Wislawa Szymborska. Las respuestas de Szymborska a los aspirantes a escritores que enviaban sus textos a la revista en la que ella trabajaba, además de divertidas, están llenas de ironía, y en muchos casos, de consejos valiosos. 

Y aquí termino esta relación, consciente de que no menciono muchos otros títulos también importantes. Confío en que sean útiles para quien quiera aprender. Y si no, que al menos les hagan pasar un buen rato. 

Libros mencionados: 

El arte de la ficción. John Gardner. Traducción de Miguel Lage. Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2001.

Para ser novelista. John Gardner. Traducción de Víctor Conill. Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2001.

Los mecanismos de la ficción. James Wood. Traducción de Ana Herrera. Editorial Gredos, 2008.

Cómo piensan los escritores. Richard Cohen. Traducción de Laura Ibáñez. Blackie books, 2018. 

Zen el arte de escribir. Ray Bradbury. Traducción de Marcelo Editorial Minotauro, 1995 

Para ser escritor, Dorothea Brande. Trad Eva Cruz, Circulo de tiza 2015

Mientras escribo, Stephen King. Traducción de Jofre Homedes Bautnagel. Debolsillo. 2011. 

El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Traducción de Rosanna Zanarini. Editorial la liebre de Marzo, 2000.

Escribir, manual de técnicas narrativas, de Enrique Páez. Editorial SM. 

Cómo no escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman. Tradución de Daniel Royo. Editorial Seix Barral, 2010.

Correo literario, de Wislawa Szymborska. Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. Nórdica libros, 2018.

Narrativas personales

En el inspirador libro de entrevistas de la periodista Inés Martín Rodrigo, Una habitación compartida (Editorial Debate. Barcelona, 2020), en el que entrevista a una magnífica colección de grandes escritoras, como reza el subtítulo del libro, he encontrado una frase de Vivian Gornick que me ha hecho reflexionar y que es el motivo de este texto. (He encontrado muchas más, y creo que habrá más textos inspirados en este libro, pero por alguno he de empezar). 

Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es una escritora cuyos libros se nutren de su propia vida. Su objetivo al escribir, como apunta Inés Martín Rodrigo en la brillante presentación que hace de ella, perseguía un propósito mucho mayor, y más difícil: ser testigo fiel de su propia vida. La propia Gornick, un poco más adelante, expresa que su responsabilidad es dar forma a una experiencia, no transcribirla.

Entre la ficción y la no ficción en la narrativa, a mi modo de ver, no hay más que una diferencia conceptual  virtual, no real. Que el filón de donde extraigamos los materiales con los que damos forma a las historias esté basado en hechos reales o no da igual, en realidad, pues la verdad de un texto no viene marcada por su veracidad, sino por la sinceridad. Entendida esta sinceridad como la consonancia entre lo expresado y la forma en que se expresa, la falta de impostura; un concepto en el que interviene la intención de quien comunica, que ha de ser una intención de expresar su verdad personal, sin fingimiento, y quizá sin un propósito más allá de la pura expresión de dicha verdad personal. 

A mi modo de ver, esta empresa encierra una dificultad superior a la de construir una historia de ficción. El apego a la realidad suele ser grande, también el prurito testimonial, respetar la importancia de nuestra versión de los hechos, la integridad de nuestras pequeñas verdades, no es algo fácil de dejar a un lado cuando escribimos. 

Sin embargo, la narrativa se rige por otras leyes, como todos sabemos. Leer un texto y que suene a verdad requiere aplicarle un filtro implacable: la verosimilitud. Combinar ambos filtros —verosimilitud y verdad— es complicado. 

Las personas a veces somos imprevisibles. Y digo a veces porque ya con el Big data, los algoritmos, y todo eso que se escapa de mi conocimiento parece ser que son capaces de adelantarse a nuestros deseos. Seguro que ya os ha sucedido: encontrar anuncios en vuestras redes sociales relacionados con algún aspecto que se os ha pasado por la mente, pero que aún no habíais comentado con nadie, o ni siquiera buscado en google. Pero en un texto narrativo no hay algoritmo que nos salve. El propio texto, la propia narración debe de contener todos los elementos que posibilitan al lector comprender la lógica interna de los personajes. Es esta lógica interna la que marca la pauta, la que establece la coherencia, los elementos de juicio para que sintamos una historia como verosímil. 

En la realidad los hechos tienen lugar, sin más. Un vídeo es bastante para que creamos. 

En la narración hemos de construir esa veracidad especial que pasa a llamarse verosimilitud. Y la construimos en movimiento, mientras la historia se desarrolla, a través de detalles, de indicios, de reacciones de los personajes que van mostrando su manera de ser, de actuar, su lógica interna: las armas que les permitirán resolver (o no) su conflicto y completar la transformación que da sentido y razón de ser a la novela. 

Uno de los elementos más mágicos de esa lógica interna que no puede ser más paradójico, además, es la contradicción. En la vida real las contradicciones que detectamos en las conductas y en los discursos de la gente hacen que perdamos la confianza en ellos, que no nos fiemos. Dañan la veracidad. En una narración, por el contrario, si no incluimos contradicciones en la caracterización de nuestros personajes no nos los creeremos. Imagino que esto es porque cuando leemos buscamos espejos, necesitamos percibir alguna parte de realidad en lo narrado para que nos sintamos cómodos en ella. Para que nos creamos una narración tenemos que instalar el software que el escritor ha desarrollado en la presentación de la historia y que sea compatible con nuestro concepto de veracidad. Ni que decir tiene que el software debe funcionar bien. Pero luego la responsabilidad interpretativa será entera del lector, de su experiencia personal, de su sistema de creencias, de su curiosidad y de su capacidad de empatía. 

No puede ser más escurridizo. Este pensamiento me hace explotar la cabeza. Y quizá explique esa furia por publicar tantos títulos al año, aparte de los imperativos de la sociedad de consumo. Encontrar historias, podría llamarlas ficciones, que nos expliquen el mundo y nos entretengan de esa realidad que no sé si existe, se convierte en un ansia irrefrenable, amplia como la humanidad, insaciable como el tiempo que la dilata. 

Oí decir a escritor Benjamín Labatut en una entrevista algo así como que todo el mundo que camina con plena conciencia sabe que no tiene suelo debajo de los pies. La alusión a la física cuántica es clara, y en su más alto exponente se refiere incluso al suelo físico, pero me permito suavizarlo al trasladarlo a nuestra percepción de la realidad, entendida esta como las cosas que nos pasan. Solemos creer con ciega fe que nuestras interpretaciones son la verdad; si somos audaces además le pondremos el apellido «objetiva». Si encima nos apegamos a ellas estamos perdidos.

Por lo tanto, y perdónenme que camine en espiral, me resulta muy meritorio el propósito de Gornick, y de cualquiera que asuma como su cruzada convertir su experiencia vital en algo coherente que ofrecer a los demás. No deja de resultarme significativo el título de la obra más conocida de Gornick: Apegos feroces. (Sexto piso, 2017). Me gusta encontrar la palabra apego en el título, porque este es uno de los principales obstáculos para tantas cosas en la vida, y para la escritura también. Y todavía más, para la escritura cuyos materiales provienen de la vida personal. Es complicado renunciar a recuerdos que forman parte ya de quienes somos para hacer que una narración funcione, por más que resulte necesario para construir la ya mencionada verosimilitud.

La narrativa necesita apoyos más sólidos y minuciosos que la vida. Puede que la vida avance a saltos, que sea discreta por más que la vivamos con una ilusión de continuidad. El día a día está lleno de sorpresas mínimas, minúsculas epifanías que nos hacen tomar decisiones, reaccionar, conducirnos como pilotos en la niebla, pero con esa fantasía de control siempre vigente para proteger nuestra cordura. 

En la narrativa escrita, en la ficción, los apoyos han de ser constantes, estratégicos, mucho más continuos. Esa es la dificultad: no tanto hacerlo, como entenderlo primero. Visualizarlo, sentirlo. Aún a riesgo de perder un poco la razón. Tal vez por eso los escritores estamos un poco locos, de puro cuerdos. 

Gornick repasa la relación con su madre, las convierte a ambas en dos personajes que deambulan por un mismo escenario (Nueva York) en dos tiempos diferentes. Es un libro sobre el amor y sobre la humanidad. Un libro sobre cómo aman las mujeres. También sobre las herencias silenciosas. Funciona como una preciosa y precisa relojería. La escritura minuciosa de Gornick logra esto: hilar su experiencia concreta con la rueca del artificio y convertirla en una narración sincera. Puede que esa sinceridad, la evidencia de que detrás de esa historia del Bronx se nos está hablando de algo universal, sea la que mantiene el interés en una narración que se disfraza de local, de intrahistoria, casi de rutina. No hay grandes puntos de giro, ni tensión narrativa entendida como suspense; no hay una expectativa de desenlace como tal, aunque sí que suscita interés el logro de una vida. Si es que esto existe, si es que se puede expresar en singular. Aunque entiendo que sí, igual que decimos vida y nos referimos a una colección de elementos discretos que acostumbramos a ordenar con el criterio de la cronología. 

Gornick devana su vida, la ordena con otro criterio: el de la narrativa. Y lo hace con un equilibrio difícil de conseguir: hablar de sí misma sin caer en la egolatría. Se mueve bien en la fina frontera entre el amor propio y la vanidad. Supongo que todos tenemos una vida que contar, una vida pequeña y valiosa; ni más ni menos, tan valiosa como la de cualquier otro. Saber narrarla, con dignidad y provecho para los demás, es mérito de Gornick. Así que supongo que ha cumplido con creces su propósito de dar la mejor forma posible al material escurridizo de la propia vida.

Y no me gustaría terminar esta reflexión sin agradecer la labor prescriptiva de textos como el de Martín Rodrigo, que con gusto exquisito dirigen nuestra atención hacia un excelente ramillete de autoras. Léanlas: a Inés Martín Rodrigo, a Vivian Gornick, a todas ellas. 

SÍNTOMAS DE HONESTIDAD. «Para español, pulse 2» de Sara Cordón

 

Cómo me gusta detectar síntomas de honestidad en los textos. Honestidad que no está reñida con esa capacidad, a mi juicio innata, que deben tener los buenos escritores para presentar con habilidad los hechos de la narración y manipular así —una manipulación noble— al lector. Una manipulación no ideológica, sino para conducirles a los puntos que ellos consideran cruciales de la narración, ya sea por imperativos argumentales, por necesidad expresiva o, en un mundo ideal, por las dos cosas a la vez. En Para español, pulse dos, la primera novela para adultos de Sara Cordón, se detectan síntomas de esto. Además de un amor a la literatura, a la escritura, que trasciende a las páginas, a la historia, incluso a las debilidades del texto, y una mirada amable sobre las personas, incluso sobre los personajes más oscuros del texto. Agudeza y compasión son ingredientes que, combinados, devuelven un poco la fe en la humanidad, en estos tiempos de egos individuales desatados y alimentados por el hambre de  los ‘me gusta’, en los que tan premiado está el desplante, la crítica feroz, la lupa sobre el defecto ajeno, cierto ‘feísmo’, etc, etc.

Ay, la predicadora que vive en mí se me escapa al patio en cuanto me descuido.

Para español… es una novela de autoficción en la que se cuenta la historia de Sara, una joven aspirante a escritora española, que consigue una beca de escritura creativa en español en la universidad de Nueva York. La novela se extiende durante los dos años que dura la beca. Ese es el argumento. Habla de cómo alguien se convierte en escritor.

¿Os habéis preguntado alguna vez cómo se reconoce el talento? Es una pregunta que, desde luego, requiere más reflexión que la rapidez con la que escribo esto. Por ejemplo, uno de los síntomas de talento literario consiste en la capacidad de partir desde el detalle concreto, desde la circunstancia particular e incluso doméstica, y lograr crear algo que sea universal, que haga eco en muchos.

No es tan sencillo hacer esto, como tampoco lo es emplear este género tan de moda de la autoficción y no caer en el egocentrismo, ni en el narcisismo: tratarlo como una herramienta de expresión, reírse de uno mismo al convertirse en elemento técnico, en pura función textual; incluir la fantasía de la realidad como elemento para enriquecer el contenido, lo que da una dimensión de juego que enriquece la experiencia de lectura.

O mejor todavía: que da chispa, morbillo, diversión a dicha lectura. (¿No os parece también a vosotros que el verbo enriquecer implica aburrimiento? Serán cosas mías).

Hay un detalle técnico que Sara Cordón escoge y que delata con claridad, en mi opinión, un cierto pudor en el uso del género, así como la clara intención de hacer literatura, por encima de mostrar su vida, o de ronear de beca ante los demás: la elección de un narrador omnisciente, en lugar de la acostumbrada primera persona de este género.

Ese narrador omnisciente le quita peso y responsabilidad a la «autora-protagonista»; juega con el lector, le da una de cal y otra de arena. Es autoficción, sí, se pasea por el borde de la realidad, pero ese narrador  que podría volar parece estar ahí para recordarnos que todo es ficción. Puede que incluso la realidad lo sea.

¿Que se pone la tirita antes del daño de los posibles críticos al decir que sus personajes son algo planos, que la protagonista se difumina un poco entre la masa? Cierto. Es hábil, conoce los puntos flacos. Quizá ninguna obra de arte tendría que carecer de ellos; quizá lo más interesante no sea la perfección, sino la capacidad para hacernos pensar, o sentir, o reaccionar.

He encontrado también una colección de ideas y maneras que me gustan: la sutil mala leche, la ironía amable. La medida con la que presenta incluso lo detestable de los personajes: que a veces basta con mostrarlo, y dejar que sea el lector quien ponga los calificativos (¡ay si muchos autores aprendieran esto!). Me gusta la victoria del tesón y que las apariencias engañen, en el personaje de Poncho y su desenlace.

También hace pensar la idea central de la novela: que para convertirte en escritor has de conseguir la aceptación del resto de escritores. La dimensión social o tribal de esta mítica actividad de solitarios. Ni un editor, ni premios literarios, ni un gran éxito de ventas: aceptación de los pares.

Hay aspectos que no me han gustado, claro, y considero noble mencionarlos: las escenas del fútbol, por más que sean metafóricas y que hablen de bastante más de lo que hablan, me han resultado excesivas, incluso en el humor.

Así pues: desenfado, ironía, prosa impecable. Momentos de ternura de una protagonista que parece extraviada toda la novela, como todos lo hemos estado alguna vez, o lo seguimos estando. Y se lee de un tirón: no porque prometa un gran desenlace, al modo best-seller, sino porque el periplo es divertido, interesa, es humano; porque habla de nosotros. Y porque habla de ella, de Sara, y nos permite recorrer con generosidad y honestidad (y es auténtica demostración) el camino por el cual un ser humano (ella, quizá) se convierte en escritor.

EL AMOR QUE TE MERECES Daria Bignardi

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El amor que te mereces. Daria Bignardi (Ed. Duomo Nefelibata. Barcelona, 2017)

Alma y Antonia, madre e hija, narran esta historia aérea, sutil, que ocurre en Ferrara, que ocurre en la familia. Antonia es una escritora de novela policíaca embarazada de su primer hijo que se empeña en ir a Ferrara, la ciudad donde creció su madre, e investigar qué pasó con Maio, su tío, desaparecido muchos años atrás.
La desaparición de Maio, único hermano de Alma, amigo inseparable, destruyó a la familia: meses después el padre se suicida, y al poco tiempo, la madre enferma y muere. La desaparición de Maio es una herida abierta en la familia que, quizá, Antonia quiere ayudar a cerrar antes de que nazca su hijo, para afianzar su base, el sustrato donde la pequeña Ada (que así llaman al bebé cuyo sexo desconocen aún) hundirá las raíces de su existencia.
Pero, como en la vida misma, conocer no significa comprender, ni sanar, ni despejar incógnitas. A veces, saber lo que pasó solo produce nuevas preguntas. Quizá en materia de familia baste con aprender a aceptar a los otros, con quererlos imperfectos, tal y como son.
Lo cual no quiere decir que saber de dónde venimos, qué pasó a nuestros antepasados no nos ayude a atar cabos de muchos detalles. Sobre todo cuando lo que subyace debajo del pasado familiar es una tragedia importante, que siempre termina por resurgir e impregnarlo todo, por más que uno ponga capas y capas de silencio encima.
La familia Sorani, como tantas otras familias europeas, comparte un pasado desgraciado, el horror del Holocausto; un pasado insoportable para los que sobreviven. Quizá es ese pasado, o son más bien sus tentáculos invisibles, el que determina el secreto de Maio, su desaparición, que cambió por completo la vida de Alma, una vida que durante un tiempo estuvo más que rota.
El amor que te mereces es una novela que dice mucho más de lo que cuenta. Dice más de lo que se anticipa en el texto de la contraportada. No cae en el tópico de meternos en una complicada investigación, en un argumento enrevesado, para contar su historia; ni se vale de los recursos habituales de la intriga para captar la atención. No encontraran en ella el ritmo esperado en una novela policíaca, aunque haya policías y haya caso. Con lentitud y paciencia desgrana una de esas historias que solo terminan de escribirse en la mente del lector; en las que parece que no han sucedido grandes cosas, hasta que empiezan a cuajar en la cabeza acciones y omisiones, personaje por personaje, y se hace visible esa subtrama no explicitada que da sostén desde lo invisible a todo el artefacto.
Pensamos en Maio y nos preguntamos si es la familia siempre lo que más nos conviene. O si no sería a menudo mejor para todos buscar en otro lugar ese amor que merecemos. Y así nos deja esta novela, pensando. En ellos, en la niebla de Ferrara. En si es posible curar ciertas heridas, en si damos o recibimos el amor que merecemos.

EL TEMA DE NUESTRAS NARRACIONES

O cómo escribir relatos con sustancia

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¿Te has preguntado alguna vez de qué van tus relatos? No en general, me refiero, sino cada relato en concreto. ¿Has terminado de escribir y te has preguntado qué (demonios) querías decir con eso?

Sí, como te imaginas es una pregunta trampa.

Y tiene segunda parte.

Bien: supongamos que te has hecho esa pregunta. ¿Qué te has respondido? Piénsalo.

Si a la pregunta de qué quería hablar en mi relato, o de qué va mi relato, te has respondido con un resumen del argumento, de lo que pasa, tengo malas noticias para ti.

  1. O bien necesitas pensarlo un poquito más, y extraer el fondo, la esencia, a partir de eso que les pasa a tus personajes
  2. O bien, en el peor de los casos, no hay más cera que la que arde, y tu relato se limita a poner en movimiento a los personajes, a obligarles a actuar, a moverse, sin un objetivo de fondo, por así llamarlo.

Quizá suene un poco tonto decirlo, pero os aseguro que obedece a una necesidad observada empíricamente en muchos de los textos que caen en mis manos: toda narración debe tener un tema de fondo.

Un tema esbozado de antemano, en nuestra planificación. Lo que significa que hemos tomado la decisión de hablar/pensar sobre algo con nuestras historias. El tema de nuestras narraciones es lo que les da una corriente de significado interno que mantiene cohesionado el contenido, lo que nos facilita que todo resulte coherente.

No me refiero a que los textos tengan una moraleja, o moralina, o un objetivo adoctrinador, ni nada de eso. Me refiero, insisto, a que hablen de algo, a que exploren algún concepto más allá de que James Bond desmonte el tinglado de tráfico de armas del malo maloso de turno. El amor, la soledad, la vida, la envidia, la cólera y sus efectos, el miedo, la pérdida, las enfermedades venéreas… Se trata de dar una carga de profundidad, de contenido a nuestras historias, más allá de la pura acción.

El tema es ese regusto que se queda en el paladar después de leer la aventura. Es lo que nos mueve a reflexión y, con algo más de suerte, a emocionarnos.

Por supuesto, no es necesario ponerlo en palabras, ni por el narrador ni por los personajes. Es más, debería estar prohibido enunciar el tema de la historia en voz alta.

El tema es más bien como un faro: está ahí, para que lo pinte Hopper, en lo alto del acantilado. La luz que emite no nos vale para iluminar el camino que tenemos delante, no para evitar los tropiezos de la marcha. Su luz nos sirve para que sepamos que caminamos en la dirección adecuada, para ayudarnos a trazar el rumbo hasta nuestro destino, sin perdernos, ni alejarnos demasiado, ni estrellarnos contra las rocas.

Mantener en mente el tema del que queremos escribir evita que nuestros personajes se distraigan de sus conflictos y tomen derivas peligrosas.

Sí, ya sé: es súper guay cuando estamos escribiendo y un personaje sale por peteneras. Y demuestra que tiene vida propia, toma decisiones, se demarca de nuestros designios, y bla bla bla. Que nuestros personajes se pongan creativos, lo que pasa a menudo cuando escribimos, puede tanto aportar cosas buenas, como arruinar nuestras narraciones.

La pregunta que hay que ser capaz de hacerse cuando esto sucede es: ¿me aleja esta novedad del camino que había trazado? ¿Se sale del tema?

Si la respuesta es NO, y todo se mantiene dentro de la linea coherente, avanti!

Y si la respuesta es , mi recomendación es que anotes la idea en ese cuaderno que todo escritor debe tener a mano, pues puede ser un germen excelente para otra historia, y que continúes escribiendo tu novela.

Pero, a lo que iba: nuestros relatos deben hablar de algo, explorar algún concepto más o menos profundo; alguna idea que quizá, con suerte, pueda aportar algo al lector, más allá del puro entretenimiento, de la intriga, o de la emoción.

Espero explicarme bien: no se trata de que por obligación debas desarrollar una tesis doctoral, filosófico-existencial-judeomasónica-carpetovetónica en tus historias. No es eso.

Se trata de que tus relatos tengan más enjundia, que no sean algo parecido a esas conversaciones sobre el tiempo o sobre la crisis que mantenemos en los ascensores.

Créeme: si te lo digo es porque es dolorosamente frecuente encontrarse con textos que, en realidad, no hablan de nada. Y estos, my friend, no son más que una pérdida de tiempo, de recursos, etc. Y además nos dejan esta cara

y nos provocan arrugas y otros desastres.

Pues eso.

Corto y cambio.

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CARTAS A THEO

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CARTAS A THEO. Vincent van Gogh  (Alianza Editorial, 2008)

Hay libros que esperan agazapados para encontrarte y recordarte algunas verdades incómodas, o sueños dejados a un lado por pereza o por miedo.
El sueño del arte es uno de ellos, recurrente para muchos. Ser artista, cada uno en lo suyo, y ganarse la vida con ello es una quimera que muchos sostenemos , pero que solo unos pocos consiguen. Luego están aquellos magos para los que el dinero es algo secundario, y el arte se abre camino en ellos, y arrasa con todo. Son los genios, los que perduran, pues su pasión es tal que vence a la pereza y al miedo y a todo lo que se ponga por delante.
Adoptar a van Gogh y a su testimonio vital como coach tiene sus riesgos, como cualquiera puede suponer. Ya nos sabemos el final, y aunque parece evidente que la genética o la psicopatología tienen mucho que ver en éste, siempre nos quedará la duda de si suficiente pasión/obsesión, puesta en cualquiera, obtendría resultados similares.
Lo que parece claro es que en su caso (y quizá en cualquier caso) la combinación de trabajo intenso, dedicación total y talento produce genialidad. Obras de arte que renuevan y dignifican las disciplinas; que mejoran la vida de las personas que podemos disfrutar de ellas.

También hay otro factor, que bien podría ser una boutade (aunque pienso mucho en ello, no termino de aclarar mis ideas al respecto): ese que afirma que solo las buenas personas llegan a la cima. No quisiera meterme en estos jardines, pues ya todos sabemos de muchos y muchas que dejaron textos y/o testigos de que fueron poco honrados, poco bondadosos, o incluso repugnantes seres humanos, y que llegaron a la susodicha cima, sin embargo.
No es el caso de van Gogh, a pesar de que no debió ser una persona de convivencia grata. Sus cartas no solo nos acercan a la realidad peculiar de su existencia, a su inquietud y compromiso artístico, además de a detalles del desarrollo de su técnica pictórica; sobre todo nos acercan al ser humano sensible, que se detenía a observar el mundo y permitía que lo que veía lo permeara y lo llenara de emociones. Un ser humano deseoso de amar, de ser útil, de aportar algo de valor a los demás. Y vaya si lo hizo: no hay más que mirar sus cuadros, que tanta felicidad (y placer estético) siguen produciendo a millones de personas. Porque hay que tener mucho amor para sacrificar el corto tiempo de nuestras pequeñas vidas a un único propósito, con lo que implica de renuncia de todo lo demás, de la vida normal.
Él incluso sugería el amor como forma de conocimiento:

Ama a tal amigo, tal persona, tal cosa, lo que tú quieras y estarás en el buen camino para saber más después, he aquí lo que me digo. Pero hay que amar desde una alta y seria simpatía íntima, con voluntad, con inteligencia, y hay que tratar de saber siempre más y mejor. (Carta 133).

Necesitaría varias decenas de páginas para resumir y citar tanto como creo imprescindible en este texto, que no es sino una recopilación de las mejores cartas que el pintor escribió a su hermano durante los años comprendidos entre 1873 y 1890, año de su muerte. Ya todos sabemos que se suicidó (otras teorías aparte), un desenlace que, por desgracia y dolorosamente, se ve venir casi desde la primera carta; hacia el que apuntan numerosos indicios visibles en su texto.

Yo siento en mí un fuego que no puedo dejar extinguir, que, por el contrario, debo atizar aunque no sepa hacia qué salida esto va a conducirme. No me asombraría que esa salida fuese sombría. Pero en ciertas situaciones, vale más ser vencido que vencedor, por ejemplo, vale más ser Prometeo que Júpiter. (Carta 39).

Pero no quiero quedarme en la anécdota de su muerte. En sus escasos 37 años, Vincent van Gogh vivió mucho más, y aportó mucho más que tantos individuos que se arrastran por el planeta hasta los noventa y tantos años cobrando su pensión. Lo que quiero al traerle a este espacio, es rendirle un humilde homenaje por dejar escrito un testimonio que podría ser la biblia de cualquier artista, una fuente de motivación que empuja a la acción, a la renuncia, a la perseverancia, por amor al arte, a lo que es bueno y es bello; o a lo que es, simplemente. Pero no solo por eso, sino por ser además, un texto excelente, lleno de fuerza que demuestra que van Gogh no solo era un gran pintor, sino también un lector avezado y crítico, y un escritor notable.
¿Qué es ser un escritor notable? ¿Qué cualidades debe reunir? Sí, yo también me lo pregunto. Por mencionar algunas de esas cualidades, al buen tuntún, de las que encuentro en las cartas, diré por ejemplo, un uso preciso del lenguaje; con ritmo, cargado de significado, de autenticidad, de verdad; lleno de emoción y de belleza en muchos momentos; funcional y expositivo cuando el contenido lo hace necesario… Es más de lo que se puede decir de muchos textos de autores conocidos, ¿no os parece?

He subrayado tantas frases maravillosas e inspiradoras que me resulta imposible traerlas todas, y muy difícil escoger. Me quedaré con unas pocas, las que más me han tocado. Otras las iré poniendo en el apartado de citas del blog. Os animo a sustituir pintar/dibujar por escribir, o pintor por escritor, y veréis como salen las cuentas.

Pero hay que aprender a leer como debe aprenderse a ver y aprender a vivir. (Carta 133)

El arte es un combate. En el arte es necesario jugarse hasta la piel (carta 180)

¿Qué es dibujar? ¿Cómo se llega? Es la acción de abrirse paso a través de una pared de hierro invisible, que parece encontrarse entre lo que se «siente» y lo que se puede. (Carta 237)

La grandeza no es una cosa fortuita, sino que debe ser deseada . (carta 237).

Y sin ánimo de abrir el manido debate entre arte y comercio, me atrevo a incluir esta cita, que quien quiera entender, entenderá:

El pintor por deber tiene que (…) utilizar toda su inteligencia, poner todo su sentimiento en su obra, para que ella se vuelva comprensible para los otros. Pero trabajar con miras a la venta no es precisamente el verdadero camino, a mi modo de ver, sino más bien cagarse en los aficionados. (Carta 221)

No me extiendo más. Espero haberos abierto el apetito. Leed a van Gogh, mirad sus cuadros. Corred, insensatos. Y haced caso a este último consejo.
Y yo digo: pintemos (tú pon: escribamos) y produzcamos en abundancia, y seamos nosotros mismos, con nuestros defectos y nuestras cualidades.»(carta 399)

 

Foto: Vincent van Gogh Pinturas, Óleo sobre tela. Saint-Rémy, Francia: febrero, 1890. Museo Van Gogh
Amsterdam, Los Países Bajos, Europa. F: ;671, ;JH: ;1891

 

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Me llamo Lucy Barton. Elizabeth Strout

foto-lucy-barton Ed. duomo Nefelibata (Barcelona, 2016).

Me alegra ver esta novela en la lista de más vendidos, aunque me produce, lo confieso, cierta incomodidad un poco esnob. El prejuicio adquirido no sé dónde de que lo que es del gusto popular no puede ser exquisito (en lo que a cultura se refiere). Sin embargo, tiene mucho sentido. Que venda mucho, quiero decir. Todos tenemos heridas abiertas, ternuras inconfesables, una infancia que late aún. Todos repetimos lo que queremos oír. Algunos seres excepcionales incluso son capaces de dar lo que quieren recibir (y apostaría que, en ese caso, es también lo que reciben).

De eso, en mi opinión, va esta novela breve y magnífica. De un ajuste de cuentas, de una reparación, del hecho de aceptar el amor imperfecto. El que damos y el que recibimos. De las personas que nos cruzamos y que componen nuestros paisajes. De nuestros seres queridos y sus amores imperfectos. De nuestros padres, nuestros hermanos.

Quizá alguno de esos críticos varones, blancos, dirían que esta novela es una novela menor; o que carece de estilo. He oído cosas que no creeríais… aquello de que el verdadero estilo literario es aquel que usa largos periodos, proposiciones subordinadas, palabras que solo conocen los miembros de la RAE, (y puede que no todos). Os lo juro, hay quien lo dice.

Así que en efecto, Me llamo Lucy Barton no habla de los grandes temas masculinos por excelencia, y lo que cuenta lo hace con frases cortas, sencillas, y con un léxico al alcance de cualquiera. Así nunca pasará al canon (según ellos, claro está).

Entre tanto, comete el imperdonable pecado de convertirse en un best-seller, y así algunos tenemos el gran privilegio de que esta novela sensitiva y profunda caiga en nuestras manos y nos emocione, y nos haga pensar, y nos mueva a escribir. Y nos deje una huella, un cambio, un grado más de apertura en nuestro campo visual (Gracias, María Tena por la recomendación).

Cuenta la historia de Lucy Barton, una mujer que se crió en la pobreza, en la América profunda. En la pobreza física y también en la emocional. Junto a una familia deprimida, en la que la expresión de los sentimientos parecía ser un lujo fuera del alcance, pues quizá no se podían permitir nada que abriera una grieta en la piel. Lucy cae enferma y su madre, que jamás había cogido un avión, cruza el país para pasar cinco días al lado de su cama de hospital. Y a partir de este hecho, alrededor de esos cinco días de ser juntas, esa madre y esa hija, esa narradora en primera persona que es Lucy, desgranará el núcleo de su vida a través de detalles cotidianos y sencillos. Una colección de impresiones, (que se hacen más breves y agudas, conforme nos acercamos al final del texto) que, sin una trama organizada, conforma una precisa estampa de la vida de la protagonista. Hasta que ella misma es capaz de reconocerse en esas impresiones y de decirnos su nombre.

En estos tiempos tan extraños como simples que corren, escribir una novela en primera persona parece un acto de valentía. Alguien habrá que diga que, en realidad, se trata de autoficción (aunque para eso incumpliría el santo precepto de haber bautizado a su protagonista como Elisabeth Strout). Hay vida y verdad en las páginas ligeras y frágiles de Strout. Hay una mirada que sabe ver. Hay amor y ganas de amar. ¿Cuántos de nosotros amamos de verdad a las personas que nos rodean?, o mejor dicho, ¿cuántos somos capaces de darnos cuenta siquiera de que amamos? ¿Y cuántos de nosotros somos capaces de decirlo?

Siempre hay una herida con los padres. Incomprensiones, palabras no dichas; algunas por fortuna. Siempre, un deseo nunca satisfecho y una marca, más o menos honda. Son hechos que se muestran en lo pequeño, en las conductas. A veces, los hermanos actúan de espejos y nos cobran las deudas que percibieron en ellos, en los padres. La muerte suele ser el catalizador de todo esto. La regeneración, el hecho más necesario y más doloroso de la vida. Dejar paso, desprenderse. Quedarse solo. Solos con nuestra tristeza, universal y privativa. Con ese dolor primario que abrazamos contra nuestro pecho, ya desde niños.

También hay algunas reflexiones sobre el hecho de escribir, en boca de Lucy (porque Lucy es una escritora, pero no como los escritores de Auster o de otros: es una escritora que no se atreve apenas a decirnos que lo es). Por ejemplo, que no hay que preocuparse por lo que contamos, puesto que tenemos una sola historia. No sé si estoy muy de acuerdo con ella, pero qué importa eso.

Y otra, que se me ha quedado vibrando: para ser escritor hay que ser implacable. Ser implacable en buscar lo que se quiere, y en no aceptar lo que no se quiere. Ambas son caras de conseguir.

También nos recuerda que un escritor es alguien cuya tarea no es otra que dar a conocer la condición humana (si con subordinadas, palabros o incluso con música, no dice nada). Y enfrentarse al papel con un corazón abierto…

Les recomiendo que lean a Strout, que valoren y, sobre todo, que sientan. Las palabras de Lucy son de cristal y a veces se quiebran si las apretamos demasiado en nuestras propias hormas. Así que cuidado al leerla. Avisados quedan.

EL GOZO DE ESCRIBIR, de Natalie Golberg

el gozo de escribir

Le he dado muchas vueltas a cómo recomenzar mi andadura en este espacio, que, aunque lo pareciera, nunca ha estado abandonado del todo. Me he decidido por hacerlo para hablar de un libro: El gozo de escribir, de Natalie Goldberg.

¿Por qué? Porque es un libro que para mí significa el eterno retorno. Porque Goldberg pone en palabras muchas de las cosas que siento, como humanita y, sobre todo, como escritora. Y como no creo que yo sea muy distinta de cualquiera, seguro que a ti te sirve.

Cuando gané el primer concurso literario preparé en un papelito unas palabras por si acaso tenía que hablar en la ceremonia de entrega. Estas palabras estaban encabezadas por una cita de este libro:

“Hacer algo con la totalidad de nuestro ser significa emprender un viaje en solitario. (…) Cuando escribimos un libro estamos completamente solos”.

Luego hablaba de que gracias a reconocimientos externos, como premios literarios así, una se salva de terminar coleccionando bolsas de basura. Y también daba las gracias a amigos y familia, por aguantar las soledades, etc, etc. Todo este rollo para que al final no hubiera espacio para leerlas.

A lo que iba: Natalie Goldberg y su libro me han acompañado en este viaje solitario desde sus comienzos. Y presumo que me acompañarán hasta el día en que no pueda hilar dos palabras seguidas.

Si tuviera que señalar la característica que más me gusta del libro es, sin duda, la autenticidad, la voz personalísima con la que está escrito. Y también la puntería, y la solvencia: sabe de lo que habla, y se permite la humanidad de compartirlo. 

Y me rechifla la vulnerabilidad que desprende. (No sé por qué creo que solo se puede escribir desde la vulnerabilidad. A lo mejor me lo tengo que mirar).

El texto se compone de una colección de artículos breves y ágiles, en los que habla de la escritura y de la vida, y sobre todo de cómo seguir vivos cuando tenemos la santa manía de escribir. Seguir vivos, cuerdos, dignos y en activo. Escribiendo, se sobreentiende.

Es un libro mágico, además.

¿Que no me crees?

Te invito a que no pierdas más el tiempo y vayas a comprarlo. Así podrás comprobar en tus propias carnes que es imposible, repito IMPOSIBLE, leer más de, pongamos, veinte páginas del libro seguidas.

¿Por qué? Porque desencadena unas imperiosas ganas de escribir. Vamos, la sensación de que uno se escribe encima. Y no queda más remedio que dejar de leer y empezar a mover los dedos. Escribir en el diario, un poema, esa carta de amor que llevas atascada en el gaznate desde hace años, la lista de la compra… (esto último a mí no me ha pasado nunca).

Dice todas las cosas que los escritores queremos o mejor dicho, necesitamos escuchar: que hay que tener fe en lo que uno ama, y seguir practicando. Que no queda más remedio que enfrentarnos a nuestros miedos, al mayor miedo de todos: no tener nada que decir. 

El auténtico chute de autoestima viene de una idea revolucionaria en un mundo con seis mil millones de humanitos: que nuestras vidas son importantes; que lo que escribimos puede ser importante para alguien más que para nosotros. Que nuestros relatos, poemas, novelas pueden inspirar, animar, entretener, o incluso ayudar a comprender mejor el mundo y a las personas. Y que por eso escribir requiere de esas dos palabras que pueblan las pesadillas de tantos:

COMPROMISO

DISCIPLINA

Igual que requiere perder el control, y ser amables con nosotros mismos y con los demás. Y comernos un dulce de vez en cuando, y disfrutar de una vida llena de detalles; incluso convertirnos, como escritores que somos, en los adalides de esos detalles que ayudan a vivir el mundo con intensidad.

No solo tiene bonitas palabras. Muchos de los capítulos terminan con una call to action: sugerencias para ponerse a escribir desde ese mismo instante.

Además mete el dedo en la llaga con varios de los aspectos fundamentales para asegurarnos de que lo que escribimos es bueno: el control del calidad del tiempo, y la necesidad de repasar y reescribir nuestros textos.

Con todo esto, no llego a dar ni siquiera una pálida idea de la intensidad y energía que contagia este libro. Imprescindible, en mi opinión, para todo aquel que quiera escribir. Y para quien esté bloqueado.

No podría terminar esta entrada de otra manera que no fuera con alguna cita del libro. Creo que la más se ajusta al objetivo de este blog (o la que más necesito yo también oír en este instante) es la siguiente:

Abandonaos completamente. Desde ahora en adelante sed totalmente escritores”

Así que ya sabes: ¡a escribir!

Y si te ha gustado la entrada, comparte.

Y si me haces caso y lo lees no te olvides de regresar por aquí y decir qué te ha parecido.

LA ESTRUCTURA DE LA NOVELA I

Habíamos empezado a hablar del estilo y de los personajes, y nos faltaba el tercer pilar fundamental de nuestras novelas: la estructura.
La estructura es la distribución y orden de las partes de algo (DRAE).
Los lectores, —tú también te habrás dado cuenta— agradecemos un montón que los textos presenten cierto orden. Para empezar, la distribución del material de la novela en partes, capítulos, escenas; prólogo, epílogo, etc., o estructura externa, facilita la comprensión de lo que leemos. No te digo nada de lo que facilita el trabajo a la hora de escribir.
Merece la pena dedicar un tiempo a trazar la estructura, por básica que sea, antes de sumergirnos en la escritura. Pero, evidentemente, cuando hablo de dedicar tiempo a pensar en la estructura, no me refiero a pensar en cuántos capítulos va a haber o cómo se van a titular. Me refiero a algo más profundo, o interno.
A lo me refiero es que hay pensar qué vamos a contar, y/o qué queremos contar con nuestra historia.
La primera división, por todos conocida, que hace referencia a la estructura de un texto es el famoso planteamiento, nudo, desenlace. Ya Aristóteles en su Poética habló de esto. Si dividimos nuestras historias en tres actos, veremos que se corresponden a esta división primaria: el primer acto es el planteamiento, donde sentamos las bases del relato; el segundo acto suele servir para desarrollar el nudo (y arranca con el primer punto de giro, te lo digo para que te vaya sonando); y en el tercer acto se suele recoger lo acaecido en el nudo, de modo que nos conduzca al desenlace.
Bien. Ni que decir tiene (¿o tal vez sí?), que todo esto corresponde a un esquema clásico de novela. Las formas de la posmodernidad han tratado de superar este esquema y de encontrar en la ausencia de estructura —historias fragmentarias, sin planteamientos, ni nudos, ni desenlaces, ni argumentos premeditados, en teoría— una nueva estructura. Si lo logran o no, es otra historia.

La pregunta del millón ahora es:
…pero, planteamiento, nudo y desenlace ¿de qué?
Y aquí es cuando se hace necesario hablar de las tramas.

Nuestras historias se componen de una secuencia de acontecimientos, que arrancan con un planteamiento y terminan con el desenlace: el final, the end. En función del tipo de relato que queramos contar, esta secuencia encerrará más o menos acción. A dicha acción pura, para entendernos, la llamaremos argumento.
En un esquema compositivo clásico, la estructura principal de la novela, (argumento, hilo conductor, o trama principal) la formarán la secuencia de acciones que realiza, o en las que se ve envuelto, el personaje principal y que componen una historia. Estas acciones constituyen un esqueleto que da forma a la novela.
En las novelas de acción, la trama principal será más abundante. Es decir, si nos pusiéramos a contar palabras, la mayor parte de estas narrarían las acciones que envuelven al prota.
En las novelas cuyo objetivo no es tanto contar una historia de acción, sino promover la reflexión, crear una impresión estética, etc, veremos a los personajes envueltos en palabras que no impliquen tanta acción. A todo esto, a la corriente de significado que subyace a la historia “principal” y que narra la evolución interna, psicológica, emocional, del personaje la llamamos subtrama emocional o trama secundaria. (Ojo, no confundir con historia secundaria).
La estructura de la novela, ese hilo conductor que induzca al movimiento de los personajes, suscite sus conflictos y sus deseos, espolee sus acciones, suele depender en primera instancia de la trama principal.
Por pocas que haya, y someras que sean, son las acciones de los personajes —organizadas de modo que cuenten una historia—, las que soportan y dan estructura a la novela.
Cuidado: somera no quiere decir débil, ni es un presentador de la tele. atrapapeq

Somera quiere decir liviana. Por poner un ejemplo harto conocido: mojar una magdalena en una taza de té es una acción somera; desembarcar en las playas del Normandía el día D podría considerarse una acción un poquito menos somera. Y, sin embargo, esa acción de la ultrafamosa magdalena da sostén argumental a un monstruo enorme de subtrama emocional.
Ya sé que he simplificado todo demasiado, pero espero que me hayas comprendido. Si no lo has hecho, quizá sea porque necesitas leer a Proust, En busca del tiempo perdido, Vol I: Por el camino de Swann.

Así pues, yo si fuera tú y quisiera empezar a definir la historia que quiero contar en mi novela, empezaría a pensar cuál va a ser la trama de acciones o trama principal, qué va a pasar, con la clara intención de conformar con estas acciones una estructura sólida de la que poder colgar todo el resto de elementos que hacen que las novelas valgan la pena (descripciones, reflexiones, historias de amor, sexo y masoquismo, soflamas políticas, recetas de cocina, etc).
(Esto es un poco en broma, por si todavía no te habías dado cuenta: ya os sermonearé con qué cabe y qué no cabe en una novela).

Ahí va un ejemplo muy de moda: un clásico ejemplo de trama principal son las pesquisas del detective de la novela policíaca-negra en pos de aclarar quién mató al cadáver que hemos presentado en el planteamiento. Mientras él investiga, su vida sigue y podemos contar cómo se enamora de la sospechosa buenorra, cae en sus redes; pero comprende al final que necesita una vida buena, así que renuncia a la buenorra y vuelve con Mari Carmen, su novia de toda la vida… Los tópicos son útiles a menudo para explicar la realidad.

Quizá, llegados a este punto, te estés preguntando cuántas acciones hacen falta para conformar este esqueleto. De eso hablaremos en la siguiente entrada sobre la estructura, pero te adelanto que al menos necesitas tres: los tres puntos de giro.

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