Un tren reloaded

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¿Te imaginas un túnel largo, muy largo, casi tanto o más que un año? Uno de esos túneles de parque de atracciones, con las paredes forradas de papel de aluminio y celofanes de vivos colores, con luces que pueblan de brillos todos los dobleces y que te deslumbran al principio y un cohete espacial colgado de un hilo a lo lejos. Uno de esos túneles que te hacen abrir la boca cuando entras, y que te duela el cuello de tanto girar la cabeza para no perderte nada, mientras el vagón avanza. El tiempo pasa, y todo lo cambia. El túnel se transforma en un día cualquiera, y es lunes y llueve y hay trabajo pendiente. De pronto, ya el viernes se ha convertido también en un domingo cualquiera, plácido y con nombres. Y suena el teléfono, y el impacto impide que se escuche siquiera el traqueteo, y todo se vuelve negro. La vida, una mina de carbón. Hay dolor y adioses, o no los hay, pero se los teme. Y el negro pasa al blanco. Una enfermera te despierta de madrugada para cambiar el suero, tomar la temperatura, pinchar un calmante. Y hay manos que se agarran, y besos, y buenos deseos de recuperación, y un poso de miedo que se aviva, como un rescoldo al soplar sobre él. Y cuando vuelve el día, nieva en Madrid, y te escribe un amigo. Corres por la ciudad, tomas un café, ríes un poco y cuando miras por la ventanilla, el interior del túnel está cubierto por páginas de libros, donde Aureliano Buendía descubre esa nieve que ya no existe, porque hace tiempo que pasó la estación de Macondo, y la de Comala, y…
Por fin un buen día amaneces en casa. El campo a la carrera detrás de la ventanilla. Los prados infinitos alfombrando el camino hasta la cordillera. La promesa del mar. El arrullo de la vida al contar raíles. Me arrebujo en la manta, en el asiento. Un niño saluda desde su bicicleta. Le devuelvo el saludo, más una sonrisa. Pego la frente a la cristalera. Mi casa es este tren y hoy pasa de nuevo.