EL AMOR QUE TE MERECES Daria Bignardi

daria bignardi

El amor que te mereces. Daria Bignardi (Ed. Duomo Nefelibata. Barcelona, 2017)

Alma y Antonia, madre e hija, narran esta historia aérea, sutil, que ocurre en Ferrara, que ocurre en la familia. Antonia es una escritora de novela policíaca embarazada de su primer hijo que se empeña en ir a Ferrara, la ciudad donde creció su madre, e investigar qué pasó con Maio, su tío, desaparecido muchos años atrás.
La desaparición de Maio, único hermano de Alma, amigo inseparable, destruyó a la familia: meses después el padre se suicida, y al poco tiempo, la madre enferma y muere. La desaparición de Maio es una herida abierta en la familia que, quizá, Antonia quiere ayudar a cerrar antes de que nazca su hijo, para afianzar su base, el sustrato donde la pequeña Ada (que así llaman al bebé cuyo sexo desconocen aún) hundirá las raíces de su existencia.
Pero, como en la vida misma, conocer no significa comprender, ni sanar, ni despejar incógnitas. A veces, saber lo que pasó solo produce nuevas preguntas. Quizá en materia de familia baste con aprender a aceptar a los otros, con quererlos imperfectos, tal y como son.
Lo cual no quiere decir que saber de dónde venimos, qué pasó a nuestros antepasados no nos ayude a atar cabos de muchos detalles. Sobre todo cuando lo que subyace debajo del pasado familiar es una tragedia importante, que siempre termina por resurgir e impregnarlo todo, por más que uno ponga capas y capas de silencio encima.
La familia Sorani, como tantas otras familias europeas, comparte un pasado desgraciado, el horror del Holocausto; un pasado insoportable para los que sobreviven. Quizá es ese pasado, o son más bien sus tentáculos invisibles, el que determina el secreto de Maio, su desaparición, que cambió por completo la vida de Alma, una vida que durante un tiempo estuvo más que rota.
El amor que te mereces es una novela que dice mucho más de lo que cuenta. Dice más de lo que se anticipa en el texto de la contraportada. No cae en el tópico de meternos en una complicada investigación, en un argumento enrevesado, para contar su historia; ni se vale de los recursos habituales de la intriga para captar la atención. No encontraran en ella el ritmo esperado en una novela policíaca, aunque haya policías y haya caso. Con lentitud y paciencia desgrana una de esas historias que solo terminan de escribirse en la mente del lector; en las que parece que no han sucedido grandes cosas, hasta que empiezan a cuajar en la cabeza acciones y omisiones, personaje por personaje, y se hace visible esa subtrama no explicitada que da sostén desde lo invisible a todo el artefacto.
Pensamos en Maio y nos preguntamos si es la familia siempre lo que más nos conviene. O si no sería a menudo mejor para todos buscar en otro lugar ese amor que merecemos. Y así nos deja esta novela, pensando. En ellos, en la niebla de Ferrara. En si es posible curar ciertas heridas, en si damos o recibimos el amor que merecemos.

EL SUEÑO MÁS DULCE Doris Lessing

DorisLessingReuter2s--644x362Foto abc.

No recuerdo a quién le escuché decir que la novela es un género de madurez. A veces la madurez no es una cuestion solo de edad, ya lo sabemos: hay quien la alcanza, en alguna faceta, bien temprano. En el caso de Doris Lessing y El sueño más dulce todo va de la mano: edad, madurez y oficio. Escribió la novela con más de ochenta años y una treintena de obras en su haber.

El sueño más dulce es, pues, una obra de madurez: madurez en el oficio de la ficción y madurez vital. Hay un par de pasos atrás en ella: el movimiento que permite ganar perspectiva sobre los acontecimientos y serenidad de juicio. Una templanza que posibilita narrar la injusticia, el dolor, la maldad con desapasionamiento, sin aversión. Y la felicidad, con serena alegría. Síntomas estos de una innegable lucidez y de esa ganancia fundamental que trae, con suerte, la madurez: la capacidad de aceptación. Así, la protagonista de El sueño más dulce presenta y acepta la vida tal y como es: implacable, cruel y dulce, a veces.

El título —irónico, un poco cínico— no parece referirse a la vida, sino a algo mucho más concreto: al sueño comunista que durante los años sesenta alumbró el camino a tantos, incluida la autora. El sueño más dulce tuvo un amargo despertar, de la mano de Stalin. La caída del sueño de la igualdad dejó a muchos ideólogos, encarnados en el personaje de Johnny Lennox, un poco vacíos y deprimidos, pero convertidos en mitos de cara a la galería.

Luego están las mujeres. Frances, la protagonista solidaria, que cede incluso ese cetro ficcional al resto de personajes para que desgranen sus historias, aún a costa de la suya propia. Frances es el mito de la madre tierra que todo lo soporta. Un mito práctico: la que abre las puertas y alimenta a quien quiera entrar sin preguntar su procedencia, en esa casa grande y limitada como el mundo, que no le pertenece. Mientras su exmarido Johny recorre el planeta extendiendo teorías, es Frances quien aborda la práctica sin ruido. Establece una comuna, en la que todo es de todos, y el dinero se pone al servicio sobre todo, de la educación de los más jóvenes. Abierta para el debate podría quedar la pregunta de si esa comuna funcionó: si de veras las vidas de los seres que allí crecieron fueron mejores y más justas, más productivas para la colectividad que las de los hijos de las familias tradicionales.

 De todo esto habla la autora a lo largo de las 597 páginas de la novela.

La madurez narrativa también queda patente en el manejo certero de la técnica, que se pone a los pies de la historia en todo momento. En especial, en los diálogos: agudos, profundamente literarios, bien aprovechados en sus dos facetas principales: la información práctica, argumental, útil para la narración, y lo que desprenden de los personajes: lo que dicen, cómo lo dicen y lo que callan.

Para contar lo que quiere contar, Lessing emplea un narrador que no está muy de moda en la alta literatura en los últimos tiempos: el narrador omnisciente. Es un narrador más próximo al narrador autor de los grandes escritores del siglo XIX, que al omnisciente actual, tentacular e incontinente, propio de la novela comercial. ¿Qué los diferencia? Una solidez exenta de ego que pone su foco en el contenido, en lo que con perceptible honestidad se considera central para la narración. Y no en vaivenes veleidosos del punto de vista que solo buscan iluminar rincones para producir asombro en el lector —tengan importancia o no—, para provocar, o para que encajen todos los hilos de estas tramas complicadísimas con las que nos gusta golosinear al gran público.

A pesar de esta solidez del narrador, la ruptura de la unidad narrativa, introducida por los saltos espaciales y de punto de vista, es el único reproche técnico que podría hacérsele a este artefacto literario.

Con El sueño más dulce, Lessing vuelve confirmar que seguimos siendo como los bebés y que la figura humana es capaz de captar nuestra atencion por encima de otros estímulos. Esto se refleja en que la lectura resulta fácil y fluida, interesante, a pesar de la ausencia de un hilo conductor definido que sostenga la tensión y la intriga de la historia y propulse la lectura hacia el final. La novela es un crisol de personajes, cada uno con su destino, que logra interesar a título indidual. Una novela red, o casi una novela río, han dicho algunos críticos. La vida es lo que sigue captando el interés. Cómo lo hacen los demás, cuando les pasa lo mismo que nos pasa, o que nos podría pasar, a nosotros.

Contribuye a ese interés la agudeza de la mirada de Lessing, con comentarios llenos de lucidez, que mueven a la reflexión: (p. 290) “Algunas personas han llegado a la conclusión de que nuestra mayor necesidad —la del ser humano— es tener algo o alguien a quien odiar”.

Estamos cortados por patrones invisibles, tan inevitablemente personales como las huellas dactilares, pero no reparamos en ello hasta que miramos alrededor y vemos su reflejo”. (p. 96).

Con esta novela queda patente el desvelo de Lessing por emplear la literatura como herramienta para exponer a la luz la humanidad. Una mímesis útil para explorar la historia y el efecto de la ideología sobre las conductas particulares. Con esa maestría que exhibe quien logra presentar lo pequeño y privado como algo con validez universal. El premio Nobel avala.

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